Pidió bolanchao de jamón y queso… y sonó la carcajada

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De tal enredo de la ignorancia es que surgió la chuscada, qué decimos, el chascarrillo. Aconteció hace ya muchos años en la estación ferroviaria de Santiago del Estero, la ciudad más antigua del país de los argentinos, fundada en 1550, en la provincia que es tierra de violineros, chacareras y mistoles.

Se contaba por entonces y en son de chunga o burla que un porteño recién llegado – mala fama le han propinado o se han ganado, depende cómo se mire, los oriundos del puerto, de la Buenos Aires capital, de arrogantes por lo menos – se acercó a un vendedor que entre los andenes voceaba sus bolanchaos, para pedirle dos si eran de jamón y queso.

La historia nos llegó a través de Juan Carlos Cáseres, especialista en cocinas autóctonas y originales, amigo y habitual columnista de Tomate, a su vuelta de un reciente viaje por el noroeste, ocasión en la que participó en el Primer Encuentro de mitos y leyendas del NOA, realizado en Jujuy hace una par de semanas. Por eso es que este texto fue publicado en la sección Hoy con nosotros.

El mistol es el fruto del árbol que lleva el mismo nombre. Es nativo, ya lo usaban como alimento los pueblos originarios. Se lo muele en mortero y naturalmente se pegotea. Entonces se amasan unas bolitas como albóndigas y se comen como si fuera una pasta, más o menos como las actuales barras de cereales. Especialmente en Santiago del Estero, se venden como comida callejera en las plazas y estaciones de ómnibus y trenes al grito de “bolanchao”. Mi abuelo me decía que “es el chicle santiagueño”.

Así nos cuenta el cocinero Cáseres, quien por supuesto le entra con ganas y recuerdos a lo del dardo con humor dirigido a los porteños, mejor dicho a quienes desconocen los rasgos de una alimentaria argentina más antigua que el país mismo.

El narrador de semejante chirigota fue mi tío, el Gringo Cristóbal Simó, nieto del polaco. Simovich, aunque inscripto como Simó. El Gringo era el encargado de contar chistes en los velorios. Aparte de guitarrista y poeta, era bueno con las manos en cuestiones de hacer lazos, riendas y todo lo que sea en tientos para caballos. Sembraba, hacía carbón, y llevaba el rancho adelante el rancho de la familia. Cuando murieron mis abuelos, él, casado con mi tía mayor, hermana de mi padre, se hizo cargo de las 150 hectáreas que aún perduran en el monte santiagueño.

Y cierra Juan Carlos Cáseres: Cómo no recordarlo cada vez que me cruzo con un mistol o me endulzo la vida como bolanchaos, que nunca serán de jamón y queso.

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