“El sustanciero”, un oficio nacido de la pobreza
¡Señora! ¡Ha llegado a su pueblo el Sustanciero! ¡Sustancia! ¿Quién quiere sustancia para el puchero?… Traigo un hueso riquísimo. Un texto tomado de la revista española El Trotamanteles.
Es uno de los oficios más curiosos de la época de hambre y miseria de la posguerra española, este el de sustanciero. Actualmente apenas se conservan algunas de esas entrañables y costumbristas figuras del comercio ambulante, rural y urbano, puerta a puerta, como el mielero, el quesero, el lechero o el afilador… pero de entre todos estos oficios se llevaba la palma, sin duda alguna, el del ya desaparecido sustanciero, que ejerció su singular labor principalmente en el norte de la península, País Vasco, Navarra y Norte de Castilla, aunque se conocen referencias y testimonios orales sobre el sustanciero por todo el país.
La necesidad llamándola por su crudo y cruel nombre, “hambre”, llenaba de tiempo inmemorial la imaginación y picaresca del paupérrimo pueblo, con procedimientos que mejoraran tanta miseria de adustos tiempos, y surgían oficios de lo más surrealista, míseros y picaresco.
El nombre, significado y literatura.
La Real Academia no lo recoge pero en el Vocabulario navarro, de José María Iribarren, de 1952, en su segunda acepción, nos dice que es: Hueso de cerdo, llamado también punta pecho, que servía para dar sustancia al cocido o para suavizar el fuerte sabor de la berza cocida. Pendiente de una cuerda, se introducía el sustanciero en el puchero de barro y, pasado un rato, se sacaba, guardándolo en la despensa colgado de un clavo para otros días.
Y el Diccionario Gastronómico de Luis Felipe Lescure, 2014, lo define de la siguiente manera: Sustanciero.- Personaje que provisto de un hueso de jamón iba por casas, introduciéndolo en las ollas para darles sabor.
Ya don Francisco de Quevedo lo cita en Historia de la Vida del Buscón, llamado Don Pablos, Exemplo de Vagamundos y espejo de Tacaños, de 1626, y escribe: El dómine Cabra tenía el hueso de la sustancia metido en una caja con agujeros que sumergía en el agua hirviendo. Al final consideró la inmersión como dispendio intolerable y acabó pasando la caja sobre el agua, como si fuera un incensario. A aquel caldo Pablos le achacaba llevar solo “sospechas” de sustancia».
En un artículo del escritor y buen comedor, Julio Camba, publicado en ABC, Sevilla, 2 de julio de 1943, en la cruda posguerra, aparecía este personaje que hablaba de un oficio del que sólo se ha hablado después de ese artículo. Aunque el título original es El alma del Roquefort, en apariciones posteriores figura como Gastronomía olfativa, en La Vanguardia Española, de Barcelona. Pero aquí lo vamos a titular el sustanciero, ya que dejamos aparte el tema del queso y nos ceñimos exclusivamente al hueso de jamón.
Decía así don Julio: El sustanciero era un hombre que, allá de higos a brevas porque no todos los días son Martes de Carnaval, iba de casa en casa haciendo oscilar a modo de péndulo un hueso de jamón que llevaba pendiente de una soga y decía a grito pelado:
-¡Sustancia! ¿Quién quiere sustancia para el puchero? Traigo un hueso riquísimo.
De vez en cuando una pobre mujer que tenía al fuego una olla con agua, sal, dos o tres patatas y un poco de verdura lo llamaba.
-Deme usted una perra gorda de sustancia –le decía–, pero a ver si me la sirve usted a conciencia. El domingo pasado retiró usted el hueso demasiado pronto.
-No tenga usted cuidado, señora –le respondía el sustanciero– ya verá qué puchero más sabroso le sale hoy.
Y cogiendo con su mano derecha el cordel al que estaba atado el hueso de jamón, introducía éste en la olla mientras con la mano izquierda sacaba un reloj para contar los segundos que pasaban.
Supongo que si un día se hubiese equivocado, introduciendo en la olla el reloj, que tenía al efecto una cadena muy a propósito, en vez del hueso, el resultado hubiese sido más o menos el mismo, pero no se equivocaba nunca y cuando el reloj marcaba el término de la inmersión el sustanciero reclamaba su perra gorda y se iba en busca de nuevos clientes.
Este sustanciero que se ganaba el pan en el propio pueblo y recorriendo otros como cualquier otro vendedor ambulante, iba cargado con huesos de jamón o de vaca atados a una cuerda por su extremo y los alquilaba a cambio de una perra gorda ( diez céntimos de peseta) a los vecinos que solicitaban su servicio, introduciendo el hueso atado a la cuerda durante un tiempo estipulado en las ollas huérfanas de carne de las casas pobres, para darle sabor y sustancia al caldo.
Al más puro estilo del afilador, el sustanciero aparecía por las calles de los pueblos gritando:
¡Sustancia! ¡Sustancia para el puchero! ¡Traigo el hueso más rico!
El sustanciero llevaba un pelado hueso de jamón o de vaca colgado de una cuerda y lo iba introduciendo en el puchero de las personas que alquilaban un tiempo de hervido a cambio de una ínfima cantidad de dinero, en la posguerra, años 1940, por una perra gorda, como se llamaba a la moneda de 10 céntimos de peseta.
Así, hueso de jamón en una mano y reloj en la otra, el sustanciero calculaba la tarifa mientras la cocción trataba de arrancar lo máximo de aquel escuálido invento. Imaginamos que llegado un momento daría la misma sustancia el reloj que el hueso.
El surrealista caso estadounidense
Y si pensamos que este personaje es surrealista, todavía encontramos un homólogo que, como buen estadounidense, supera con creces al resto de mentes de la época.
Se habla de un hombre que, tras la primera guerra mundial, en la gran recesión, recorría los hoteles con un queso roquefort que daba a oler como complemento del postre y cobraba unos cincuenta centavos por comensal a cambio de esas emanaciones.
Sin duda, el sustanciero quedaba a años luz de este quesero sin nombre en margen de beneficio. Quizás lo más impactante es que de esto hace poco más de medio siglo.
Esto recuerda también a los cafés sin café a base de achicoria torrefactada, o a Charles Chaplin, comiendo como filetes las suelas de sus viejas botas requetecocidas y sus cordones como espaguetis, en la película La Quimera de Oro, 1921.
La costumbre
Por toda nuestra empobrecida piel de toro que es España, había personajes que llevaban un hueso raquítico en su zurrón y lo alquilaban por tiempo cobrando, dependiendo de los minutos que estuviera el escuálido y tan ordeñado hueso.
El hueso que pendía de una cuerda o cadena se introducía en la olla y después del rato concertado se retiraba de ésta, se secaba y pal zurrón para posteriores baños.
En las casas donde tenían más poderes y podían tener cuartos, dinero, para comprar el jamón o donde hacían matanza propia de su chón, cerdo, en ambos casos una vez apurada la carne, colgándolo en el llar de las cocinas y ahumado por el humo de los guisos de a diario, se utilizaba, por el ama de la casa, empleando la misma táctica, estirando la vida del pernil.
Así que como decía el viejo y popular refrán: A La olla de enero, ponle buen sustanciero.
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