El talento de Patricia Suarez Roggerone en la cocina y el arte

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La artista visual y reconocida chef mendocina Patricia Suarez Roggerone , presenta la muestra titulada MUJERES, CASA Y COSAS. Una propuesta en la que conecta lo femenino, los objetos y la identidad. Desarrolla su muestra individual con la generosidad de una grande, al reconocer que el trabajo en equipo de una cocina profesional es siempre en equipo y lo representa con el acompañamiento de tres artistas invitados; Alejandro CARRIERI, Verónica FONTANA y Cruz VÁZQUEZ quienes representan el multifacético mundo entre comandas y recetas que desafían a cualquiera en la creación de una obra/emplatado.

La artista Suárez Roggerone nos invita a introducirnos en la cocina como Metáfora de Creación, la Casa como Espacio Simbólico, la Mujer y su Universo, los Objetos como Extensión de la

Identidad sin omitir a la Naturaleza como Elemento Plástico y Conceptual.

¡Imperdible! ¿Cuándo?  El próximo MARTES 22/07/25. A las 19 hs. Dónde ARTEH – Hipercerámico : Av. Acceso Norte y Manuel A. Sáez – Las Heras – Mendoza.

En varias oportunidades hemos charlado con ella y hasta publicó aquí algunos textos. Podemos dar fe de su talento en las cocina y con los pinceles…

Aquí sus palabras…

Nací en 1970 en la ciudad de Mendoza,  con la posibilidad de  mirar la montaña cada día de mi vida desde el primer día de mi existencia. A los dos y hasta los cinco años nos trasladamos a un pequeño pueblo al lado del río Mendoza y rodeado de picos, Cacheuta.

Allí nació mi amor por la cocina, viviendo en un enorme hotel donde mis padres trabajaban, recibiendo huéspedes que iban al lugar a tomar  baños termales,  aguas que según decían eran curativas.

Mi padre, además de ser músico, tenía el gusto por la cocina, y de vez en cuando, para recibir amigos, parientes o huéspedes, hacía algún que otro manjar, como asado, locro, lentejas, pan casero. Lo que para mí significaba uno de los momentos más especiales del día, “comer y disfrutar”. Para mí él era un cocinero innato, disfrutaba de su tarea de hacer y dar.

Mi madre hacía también lo suyo, criando animales: patos, conejos, pollos y pájaros, que obviamente no comíamos. Pero era uno de los quehaceres que más amaba porque le permitía escuchar el canto de sus pájaros. Con mi madre, yo cosechaba los membrillos de una planta que nunca supimos cuando comenzó a crecer; verla era contemplar el paso de las estaciones, para mí entonces una magia inexplicable.

¿Cómo no ser cocinera si mi padre y mi madre marcaron en mí el amor por la tarea de alimentar?

A mis cinco años, volvimos a la Ciudad de Mendoza porque el gobierno militar decidió cerrar el hotel de las termas de Cacheuta. Entonces a mi padre se le ocurrió colocar en casa un negocio familiar, “viandas a domicilio”. Mi madre dejó entonces las tijeras, las telas, los moldes -porque era modista- y se dedicó a cocinar también. Tarea que aprendió de la mano de mi padre, “el amor de su vida”, como dice ella.

Así aprendí el oficio de hacer  una comida para darle a otros y vivir de ello, algo natural para mí, mientras pasaba por una época de feliz infancia, de escondidas con los amiguitos del barrio, entre aprender a coser, aprender a andar en bicicleta, entre el olor a guardapolvo limpio, cuadernos nuevos, libros de lectura, dibujos en la escuela y mañanas en las que me despertaba adormecida e iba a la cocina en busca de mi desayuno y me sentaba en una silla a ver el espectáculo: una gimnasia especial de dos personas apuradas, que de un lado a otro tomaban un producto y lo convertían en algo rico para comer.

Ayudarlos a estirar masa o hacer con mamá sopaipillas, tal vez era una excusa para sacar el mágico aparato de la caja – la “pastalinda”  y dar vueltas a la manivela hasta el cansancio, e insistir una y otra vez con la masa, cortar, hacer, encimar, estirar, lograr una forma, unir, cortar, hacer una forma, unir….Comencé a cocinar a los siete años; cada 29 de mes me sentaba al extremo del mesón de la cocina y mi tarea consistía en pasar “miles” de ñoquis por una tablita. A los 10 años era una experta en hacer hamburguesas e invitar a mis amiguitos de la cuadra a comer  en las noches de verano en el patio gigante de la casa.

 

En aquella época, durante las siestas, si no dibujaba jugaba a Doña Petrona, a quien alguna vez había visto en su programa de la tele, y recuerdo aquellas palabras: “…ahora usted señora tiene que…”.

Mi padres tuvieron un restaurante de cantina de club, que era muy común en esa época, porque los clubes eran los lugares de esparcimiento de la familia mendocina. Trabajaban mucho, sus jornadas laborales eran extensas,  con mi hermana vivíamos en el club, dormíamos en el auto cuando había cenas, o usábamos nuestro ingenio para pasar las horas.

Durante años los vi cocinar juntos, los ayudaba de vez en cuando, amasaba pan, hacía conservas, dibujaba, les hacía flanes de huevo a papa. Seguí cocinando de vez en cuando, dejando fluir las ganas y la creatividad, hasta que  en mi adolescencia  iba a la tarde, después que salía del secundario, a una escuela para aprender a coser y a cocinar de la mano de una ecónoma, porque en esa época en Mendoza no había chefs.

Dibujar, cortar, pegar y construir fueron, además de cocinar, uno de los pasatiempos favoritos en mi infancia,  pero más aún en mi adolescencia. A mis 18 años me decidí de un día para otro inscribirme en la Facultad de Artes. Comencé a cursar,  mientras me ganaba la vida haciendo tortas  para cumpleaños infantiles, cuyos decorados de colores eran a veces como esculturas en mazapán de personajes  de Disney. El usufructo de mi trabajo me permitía comprar mis óleos, acrílicos y papeles.

Los momentos vividos en la Facultad de Arte serán siempre para mí años para atesorar, porque tuve la fortuna de disfrutar de la educación formal de grandes artistas plásticos mendocinos y profesores que amaban serlo, como Eduardo Chilipoti, Eliana Molinelli, Estela Labiano, Eduardo Musso, Inés Rotella, Chalo Tulián, Eduardo Tejón, Santángelo, Cristian Delhez, Alicia Farkas… Profesores que me enseñaron a enseñar, que me formaron en el compromiso, en la ética , en la profesionalidad, además de enseñarme a entender el lenguaje del color, las líneas, las formas, el movimiento, las luces, las sombras, las técnicas, la estética, el desnudo, la expresión, a ser, a sentir, a decir.

En la cocina mis grandes maestros fueron mis padres, ellos me enseñaron a pasar el tiempo con alegría en un espacio llamado “cocina”, inventando, creando, viviendo… Tal vez por ello mi educación académica terminó en la cocina. Es mi elemento y yo digo que es como el “pez en el agua”, mi esencia.

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