“Sonomás’ de papa”…¿Fritas o al horno?

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El Chavo del 8 (la leyenda) cuando respondía no hay de qué, “sonomás” de papa”, en lugar de decir “de nada”. Pero recuerdan que se trataba de un error en la escucha, pues lo que decía el personaje, encarnado por Roberto Gómez Bolaños, era: no hay de queso, nomás de papa.

Esa respuesta aludía a cuando algún comensal en México ordenaba tacos y se les había acabado el queso, por lo tanto, la respuesta de la cocinera era: “no hay de queso, nomás de papa”, frase que una vez que se integró a los guiones del programa que tuvo una difusión masiva en los países de  América Latina, también popularizó esta oración, aunque no en todas partes se entendiera bien a qué se refería y que, incluso, algunas veces se entendiera chueco (porque no existe tal “sonomás’ de papa”). Así bien lo explica el sitio Morrikos, del país azteca.

Y recordamos con el tomatero Ducrot…

Paltas o aguacates, vainilla, frutas varias, pimientos, ajíes o chiles y jitomates o tomates son algunos de los tantos productos americanos que se universalizaron a partir del choque que provocó la conquista europea del llamado Nuevo Mundo. Del maíz, quizás el más emblemático, no hablaremos en particular porque ya hemos venido haciéndolo en forma reiterada. Nos concentraremos de todos modos en algunos alimentos y rasgos gastronómicos de igual significación histórica.

El tomate cambió los colores de las cocinas europeas, especialmente la italiana. Su color, su sabor, su gusto, sus infinitas posibilidades tuvieron tanta influencia que los italianos lo rebautizaron pomodoro, que es lo mismo que decir papa de oro. Ya a partir del siglo XVI, una parte importante de la gastronomía elaborada en la península mediterránea incluía el jitomate de los americanos.

La mayoría de los estudiosos galos sostiene que hacia fines del siglo XVIII los franceses aún no conocían el tomate. Sin embargo, para ese entonces, la duquesa de Abrantes, esposa de Junot, dice en sus Memorias que un invitado a su mesa «tenía delante de sí una bandeja con tomates y pimientos». Los españoles, que nacionalizaron el pimiento como los italianos el tomate, utilizaron esos productos mucho antes que sus vecinos europeos, pues corrieron con la ventaja, claro está, de ser quienes estaban ocupando los nuevos territorios. El Libro de la cocinación, que usaban los cocineros de la orden de los capuchinos en Andalucía hacia 1740, incluye numerosas recomendaciones para la preparación de jitomates y pimientos.

Todo está dispuesto ya para comenzar con la verdadera historia de la Solanum tuberosum esculentum, más conocida como papa. En tiempos remotos, el noble tubérculo sólo formaba parte de la dieta básica y popular del pueblo inca, y apenas si se lo conocía en algunas otras regiones de América. Las comían frescas, en panes, secas o liofilizadas, dos veces al día. Para marcar diferencias, el Ynga, es decir, el hijo del Sol, ordenaba que le sirvieran papas de los más variados géneros, entre los doscientos tipos que fueron clasificados en Perú tres siglos después de la conquista española.

El resto del mundo ignoraba su existencia, pero un día llegó a las tierras de Yupanqui y Atahualpa el ex presidiario español Francisco Pizarro y la papa viajó a Europa y desde allí se desparramó por el mundo. Pedro Cieza de León, cómplice de Pizarro en el desvalijamiento de la capital incaica, recogió algunas y las embarcó con destino a la península. «Los indios tienen otro pan», decían los cronistas, para quienes el sabor de la papa era parecido al de las castañas.

Desde la corte de Castilla siguieron viaje a Roma y llegaron hasta el Vaticano. Las autoridades de la cristiandad decidieron que el tubérculo fuera estudiado por el francés Philippe de Sivry, quien a su vez trasladó el problema a su amigo y compatriota, el botánico Charles de l´Ecluse. Casi dos siglos después, los franceses y casi todos los europeos seguían despreciando el producto transatlántico por considerarlo un alimento miserable, sólo digno de mesas de menesterosos. Pero cuando entró en escena otro francés, don Antoine Agustin Parmentier, ex empleado de botica y ex prisionero de las tropas germanas, las cosas cambiaron.

Parmentier libró una verdadera batalla intelectual en favor de la pobre papa. Escribió folletos y hasta un tratado sobre la pomme de terre, y por fin logró que el tubérculo andino rompiese el ostracismo. El rey de Francia Luis XVI ayudó a Parmentier en sus estudios y publicaciones, y fue también el primer poderoso de Europa que sirvió papas en un banquete oficial, y hasta aceptó las flores de tan maltratado vegetal como ornamento decorativo de su mesa imperial y sobre la testa de su cónyuge.

Habían sido los curas del Hospital de Sevilla, en 1573, los primeros que se atrevieron a experimentar sus cualidades nutritivas en dietas de pobres y enfermos desahuciados. Al principio utilizaban las que se traían desde América, pero después importaron semillas, y Andalucía dio a luz las primeras papas nacidas en el Viejo Mundo. Aquellos monjes testimoniaron el éxito logrado con los tubérculos incaicos, que se incorporaron al rancho diario de los soldados que combatían por el continente a las órdenes de Carlos V de Habsburgo. Desde esas mochilas guerreras se desparramaron entre franceses, suizos e italianos.

La noble papa supo disculpar olvidos y humillaciones, y pagó desprecio con generosidad. A lo largo del siglo XVII salvó de la hambruna a casi todos los pueblos europeos y muy especialmente a los irlandeses, quienes en un gesto de merecido reconocimiento la convirtieron en dieta básica y cultivo principal hasta pasada la segunda mitad del siglo XIX. Después de viajar por Irlanda, el inglés John Forrester abogó por imponer la papa en su país y escribió un libro al que elocuentemente tituló La prosperidad de Inglaterra en aumento gracias a la papa.

Cuánta influencia habrán tenido en la alimentación de los irlandeses que, cuando en la últimas décadas del siglo XIX una peste incontrolable aniquiló las plantaciones del tubérculo, miles y miles de campesinos debieron emigrar hacia América. El colapso de las papas llevó a los irlandeses hasta el puerto de Nueva York, de la misma manera que algunos años después la pérdida de las cosechas de castañas obligaría a los campesinos gallegos a embarcarse rumbo a Buenos Aires y a otras ciudades de América latina. Cuando comemos papas fritas o probamos una castaña asada, a la vez estamos actualizando uno de los capítulos más fecundos de la historia cruzada de americanos y europeos, el de las corrientes migratorias.

Como bien opina el español Agustín Remesal en su ya citado libro Un banquete para los dioses, una especie vegetal que osa echar flores a cinco mil metros de altura y a siete grados bajo cero, merece el reconocimiento botánico universal. Para competir sin complejos con el maíz, los paperos de las altas terrazas andinas, llamados labradores del sol, encontraron muy pronto un sistema de conservación del tubérculo cuya historia y desarrollo pertenecen al inexplorable universo de los secretos.

La conserva de papas llamada chuño se obtiene momificando el tubérculo tratándolo con hielo; luego se las exprime y se las deja secar al sol. Disecadas, convertidas en chuño, resisten el proceso de putrefacción durante un tiempo prolongado. La notable habilidad de la mano de obra inca en el cultivo y el procesamiento de la papa llamó la atención de los españoles más curiosos.

El Inca Garcilaso de la Vega, mestizo de inca y español y quizás el mejor cronista que haya dado la literatura de Indias, reveló los secretos de la liofilización andina, que así se llamaba el método usado por los incas para la obtención del chuño. Tratando de obtener el mismo resultado se perdieron en Francia y en Alemania toneladas de papas a lo largo de todo el siglo XIX, sin que los llamados especialistas pudieran dar con la técnica apropiada. Se ve que ninguno de ellos se había tomado la molestia de leer el siguiente texto del Inca Garcilaso: «Echan las papas en suelo sobre paja y allí las dejan muchas noches en medio del hielo; después que el hielo las haya pasado, dejándolas como cocinadas, vuelven a ser cubiertas con otra paja, para ser pisadas con suavidad hasta sacarles todo el líquido; luego las dejan al sol y las cuidan del sereno. Así esas papas que ahora se llaman chuño podrán conservarse durante mucho tiempo».

Sí señores y señoras. Se lo afanamos al tal Ducrot, de su libro Sabores de la Historia, de Víctor Ego Ducrot, editado a fines de los ’90 por el sello Norma.

Toda esa perorata escrita que váyase a saber si leyeron, para recordar dos manjares de la simpleza…

¿De origen belga o francés; dónde nacieron las papas frita?

Pregunta esa sobre las partidas de nacimientos de los platos y recetas que componen el mundo mundial de la coquinaria, que suele ser inocua, inútil o bizantina…Porque, en general, es de muy improbable respuesta asertiva; cosas de la historia y la antropología alimentaria, que le dicen.

Pero bien, los humanos somos insistentes sobre todo con las causas perdida, como es el dios del monoteísmo occidental que ordena lo imposible, y censura lo que no puede prohibir…En fin…

Vean lo que al respecto del nacimiento de las papas fritas dice la británica National Geographic

Para los defensores del origen belga, ese alimento nació en Namur, una provincia francófona en Bélgica donde los lugareños eran especialmente aficionados al pescado frito. Según la tradición popular, en 1680 tuvo lugar un frío invierno en que se congeló el río Mosa, de modo que los habitantes de la zona no podían pescar ahí, y para sustituir los pequeños peces a los que estaban acostumbrados frieron papas, creando así las papas fritas.

Además, los partidarios de esta teoría tienen también una explicación para el nombre en inglés que parecen acercarlas a Francia. La respuesta se remonta a la Primera Guerra Mundial, en la cual los soldados estadounidenses ubicados en esta región francófona de Bélgica descubrieron el nuevo invento culinario y lo apodaron como «papas a la francesa» o french fries.

En la ciudad belga Brujas se encuentra el único museo de la papa frita del mundo, el Frietmuseum, el cual en su página oficial defiende el plato como nacido en Bélgica. Pese a la convicción de los belgas de ser el origen de esta clase de papas, hay voces que contrarrestan esta teoría.

El profesor de la Universidad de Lieja, Pierre Leclercq, desmintió la teoría del origen belga de las papas fritas alegando que la historia no era posible.

Según Leclercq, los argumentos que fundamentan la paternidad belga se basan en una investigación realizada por Jo Gérard, un historiador belga que descubrió en un manuscrito que los habitantes de Namur freían papas en forma de pequeños peces. Sin embargo, el historiador francés defiende que Jo Gérard se precipitó en concluir que esa información indicaba que los belgas habían inventado el plato.

Leclercq indica que hay varias razones que hacen pensar que los belgas no fueron los responsables de esta invención. En primer lugar, la investigación de Jo Gérard atribuye el origen de estas papas a 1739, no a 1680, pero las papas se introdujeron en la región en 1735, por lo que aún no eran conocidas en la zona. En segundo lugar, Leclercq sostiene que los habitantes de Namur no freían sus papas en forma de bastoncillos, sino como finas rodajas, el modo típico también en otras zonas de Europa. Por último, la grasa era un lujo limitado a los más privilegiados, por lo que es dudoso que los más pobres desperdiciaran la grasa para freír.

Los defensores de la papa frita francesa afirman que el origen de esta forma se encuentra en París, en los carros que las vendías en el Pont Neuf, el puente más antiguo de la ciudad, a finales del siglo XVIII. Aun así, es difícil saber si este tipo de patata tenía realmente forma de bastoncillo o se parecía más bien a las típicas rodajas.

Pese a esta teoría, cabe destacar que las papas fritas que conocemos hoy en día aparecen por primera vez por escrito en un manual de cocina belga. En este libro se explica el típico método de preparación, haciendo hincapié en la doble fritura que da al alimento su crujiente tan característico.

Hasta aquí las historias, porque a idea era recordarlas a las fritas y a las horneadas, sin receta para las primeras, y una sugerencia más que simple para las segundas…

6 papas medianas.  Cucharadas aceite de oliva y 2 de manteca. 3 dientes de ajo cortados finamente. 1 Sobre de polvo saborizador de gallina. 1 Cucharada de orégano. 2 Cucharadas de romero cortado finamente. Pimienta a gusto

Lavar las papas y córtalas en cubos medianos. Dejarlas en una fuente extendida y/o budinera apta para horno. Aparte juntar en un pequeño recipiente la manteca con el aceite de oliva, añadir el ajo cortado finamente y el sobre de saborizador. Finalmente agregar el orégano y el romero cortado finamente. Hornear a temperatura media hasta que se vean doradas.

Y a la hora de comer, por qué no escuchar a Rita Pavone. ¿Se acuerdan?

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