El hombre del ají
Armando Tejada Gómez fue uno de los poetas más relevantes del folklore argentino en el siglo XX. A principios de los ‘60 fundó el Movimiento del Nuevo Cancionero. Sus letras y poemas de profundo compromiso social lo convirtieron en un referente de la música popular de América Latina. Murió el 3 de noviembre de 1992.
Había nacido el 21 de abril de 1929, en el seno de una familia de bajos recursos, descendiente de los indios huarpes de la región cuyana. Sus padres eran trabajadores rurales humildes que tuvieron 23 hijos, siendo Armando el anteúltimo. Cuando tenía cuatro años murió su padre y la escasez de recursos provocó que la madre tuviera que dar a sus hijos a otras familias para que no murieran de hambre.
Quedó a cargo de una tía, Fidela Pavón, quien fue su mentora y le enseñó a leer y recitar poemas. Debido a su condición de extrema pobreza, tuvo que salir a trabajar desde los 6 años de canillita y lustrabotas por las calles de Mendoza. El contacto con una dura realidad lo volvió sensible a las injusticias sociales. A los 15 años leyó el Martín Fierro y comenzó a trabajar de obrero, interesándose activamente por las luchas de la clase trabajadora.
Comenzó a escribir y recitar poemas en actos y jornadas de protesta sindicales. Esta vocación se consolidó en 1950, cuando ingresó a trabajar como locutor en Radio LV10 de Cuyo.
Poeta de la problemática social, Tejada alcanzó el segundo lugar en el V Concurso Literario Municipal de Mendoza por la publicación de su primer libro Pachamama: poemas de la tierra y el origen. Este libro comenzó a darle una fama cada vez mayor y en 1955 resultó ganador de otro concurso en su ciudad natal que le otorgó la posibilidad de publicar Tonadas en la piel, su segundo poemario que fue prologado por el reconocido folclorista Jaime Dávalos. El poema Hay un niño en la calle, de su tercer libro publicado Antología de Juan (1958) representó una de las denuncias sociales más impactantes de la época con versos que aún hoy se recuerdan:
A esta hora exactamente hay un niño en la calle.
(…)
y saber que a esta hora mi madre está esperando,
quiero decir, la madre del niño innumerable
que sale y nos pregunta con su rostro de madre:
qué han hecho de la vida,
dónde pondré la sangre,
qué haré con mi semilla si hay un niño en la calle.
Hoy publicamos en Lecturas el poema , del libro Canto popular de las comidas (1974).
¿Cómo resiste el Zoilo Guaquinchay
sobre el silencio inmóvil de la piedra,
dándole al socavón, dándose y dando
un golpe a la tiniebla y otro afuera?
Un combo (1) aquí, por que no tengo madre
y otro por sí, cavando, la tuviera;
dándole, dando con paciencia oscura
a la ternura hembra de la tierra.
Porque no puede ser, porque no puedo,
porque puede que sí, puede que pueda
estar agonizando mientras vive,
mientras resiste con la lengua afuera.
El hombre del ají, mira de lejos
por los ojos hurones de la siesta
y entonces se le ve, profundamente,
que le queda infinita la tristeza;
que ya no es suya, que la trajo al hombro
una heredad de Mita y Encomienda
y polvosa de siglos, se hizo polvo
entre sus sometidas polvaredas.
El mata el hambre con sabor picante
y demora a la muerte en su acullico,
se redime en la aloja, cuando puede,
en la macha feroz llora su grito.
A vacilantes pasos de baguala
viene, el día de pago, tropezando
a manotones con su propio incendio,
náufrago para siempre en su naufragio.
Bebe su situación, come y no come,
esconde el hambre antigua en un sancocho,
moja la soledad en los boliches
y ella lo espera atrás del trago pobre:
Acodada en su sombra, cavilosa,
teje su telaraña en los rincones,
hasta que Zoilo Guaquinchay se entrega
y entonces, se lo lleva a empujones.
En la raída euforia de la noche
le amontonan la sombra las estrellas,
eructa, como un dios, hacia el olvido
y queda tambaleando en la insolencia.
¿Así que agonizando, Guaquinchay ?
¿Con que echándole ají a todas las penas ?
¿Noviando con la muerte ? ¿Has olvidado
que la muerte se acuesta con cualquiera?
De un modo muy nocturno, el Zoilo sabe
que hay que matar al hambre, despenarlo,
que un cuchillo de ají y otro de furia
pueden, remotamente, arrinconarlo
y entonces, con un pan de trigo joven
y un día cereal y un vino largo,
darle de frente sonde más nos duele
y no engañarlo con el picante.
De una manera oscura, el Zoilo piensa
que se puede poder, que acaso pueda
liberar el ají de sus verdugos
y devolverlo júbilo a la mesa.
Por eso es que resiste allí debajo
del ataúd minero de la piedra,
porque puede que sí, que esté pudiendo,
porque puede poder, puede que pueda
rescatar del ají su fiesta pura
y abrirle un socavón a las tinieblas.
en el chuychuy crispado del invierno.
Y el cuero transparente del verano
aturde de estampidos la memoria
porque la piel, huyendo a sus avispas
nos cabalga la sangre y la desboca.
Su júbilo nos cunde detonando
como un río de cauce iluminado
y adentro de nosotros crece el día
como un primer tañido campanario.
Cuando muerdo el ají, muerdo en la vida.
Patalea en mi sombra la tristeza.
En la agonía larga de los perros
suelta su percusión la chacarera
Clama en la voz despierta los sonidos,
pone claves de sol en la madera
y luego, lujurioso hasta el jadeo,
canta en la soledad toda una legua.
Arde el ají en el mar de la saliva,
sabor polvaderal, lengua de arena
con ramas de laurel incendia al mundo
y quema al mismo diablo en sus hogueras.
Ají del alto sol, macho quitucho
verde putaparió, tábano arriba,
¡entra a mi corazón como a comerme
y pegáme un balazo de alegría
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