El Imparcial y El Puentecito, dos leyendas y una historia de bodegones
Se trata de un texto que el gran colega y amigo Eduardo Kragelund, publicara hace unos días en redes sociales, y a los tomateros nos pareció importante publicar.
Los que han estudiado el origen de los bodegones porteños o de los alrededores de Buenos Aires los relacionan con lo que en el siglo XIX se llamaban almacenes de ramos generales.
Como sabemos, era en estos establecimientos donde nuestros antepasados se proveían de los insumos más habituales. Pero también eran el ámbito propicio para conversar, informarse y chusmear.
Así fue como poco a poco esos almacenes comenzaron a despachar, primero en un rincón del local y luego en mostradores más amplios, bebidas alcohólicas. Antes o después de hacer sus compras, los clientes se acodaban para tomar vino, ginebra o aguardiente como forma amenizar las charlas o los juegos de la época.
Una cosa trajo la otra. Con el alcohol vino la necesidad de darle algo sólido al estómago. Ahí surgieron, según los estudiosos, dos características de la cocina porteña y sus alrededores. Una de ellas es la ahora tradicional picada, constituida por embutidos y carnes saladas que la familia dueña del establecimiento preparaba con cada carneada. La otra era echarle “un poco más de agua” al guiso familiar para poder servir un plato caliente, sustancioso y abundante a los clientes.
No hace falta ser un genio para deducir que de ahí surgieron dos de los principales rasgos que hoy definen la comida de un bodegón: platos sencillos, pero sabrosos y abundantes, con el sabor de lo hecho en casa. Los bodegones de hoy pueden haber cambiado muchas cosas, pero esta característica natal es, como veremos, la que los define.
Prueba de ello son dos de los bodegones más antiguos de la ciudad que han evolucionado de maneras muy diferentes. Uno es El Imparcial (Hipólito Yrigoyen 1201), que abrió sus puertas en 1860.
Tanto por su mobiliario como ambiente tendiendo a formal, si no lo conocés pensás que es un restaurante más tirando a fino que a un bodegón. Con la atención de los mozos —el mozo de bodegón es un verdadero conocedor de lo que sirve y a menudo lleva muchos años de servicio—te das cuenta que estás en un lugar distinto. Y cuando probás sus platos, no queda duda alguna: ese gusto a hecho en casa y esa contundencia sólo te la da lo que llamamos un bodegón.
De la misma época es El Puentecito. En realidad, el local, enclavado en Luján y Vieytes (Barracas), frente a un pequeño riacho del Riachuelo, se inauguró en 1750 como posta de caballos y pulpería.
Pero fue el 20 de noviembre de 1873, 13 años después de El Imparcial, cuando adquirió la categoría de bodegón, al poner sobre sus mesas todos los días del año platos suculentos, con ese típico gusto de hecho en casa.
Esa es la característica que compartió desde su nacimiento con El Imparcial: el tipo de comida casera y abundante. Sin embargo, El Puentecito, a diferencia de El Imparcial, aún hoy conserva la típica decoración que todos identificamos como de bodegón: paredes cargadas de recuerdos, de banderines y fotos de equipos de fútbol, políticos, actores o actrices de otras épocas.
Resumiendo, nadie les puede cuestionar la categoría de bodegón, determinada por el tipo, calidad y abundancia de la comida que sirven, pero eso no quita que sean diferentes en otros aspectos.
Hasta aquí vimos el primer gran cambio en la historia de los bodegones, que fue su nacimiento al independizarse del almacén de ramos generales para convertirse en establecimientos con un servicio de características semejantes.
Inicialmente sólo hicieron un cambio. A la oferta de riquísimas picadas y guisos elaborados de manera casera y servidos con abundancia, le sumaron una variedad de otros guisos y otras “novedades”, como la tradicionales empanadas.
Fue con la llegada del siglo XX que se produjeron grandes cambios. El arribo de millones de emigrantes españoles e italianos, sumado a la creciente industrialización del país y con ello el crecimiento vertiginoso de las ciudades, dio un empuje definitivo a estos establecimientos y provocó cambios tanto en su menú como en el costo de los almuerzos o cenas.
Los cada vez más largos desplazamientos para trabajar en ciudades como Buenos Aires, que crecían sin parar, hicieron que los trabajadores y luego trabajadoras tuvieran que alimentarse fuera de sus casas.
Esto trae tres cambios importantes en los bodegones. Uno es en el menú. Había que ofrecer una mayor cantidad de platos que fueran de rápida salida y alimentaran bien, ya que se trataba de satisfacer a gente que debía volver a trabajar. Parte de ello es el adosamiento de la parrilla a la cocina tradicional del bodegón. Un buen bifacho se hace rápido, llena bien, sobre todo si va acompañado de guarnición, y es algo que cualquier argentino aprecia.
Junto a ello, aparece en la mesa bodegonera la milanesa y se comienzan a desarrollar sus ahora múltiples y conocidas variantes.
Pero, ojo, nada de esto era posible si no se introducía otra variante: por el público que alimentaba, el bodegón debía ser barato, de lo contrario no contaría con su clientela natural. Así queda conformado lo que nosotros todavía conocemos como el bodegón tradicional: excelente y abundante comida, que incluye desde guisos y pastas hasta milanesas y carnes asadas, a precios digamos que aceptables.
Esto, sin embargo, no significa que se haya congelado la foto. Los cambios siguieron. A partir de la década del 60, con los aires bohemios de la época y la proliferación de las llamadas cantinas y los restaurantes de comunidades, sobre todo italianas y españolas, los bodegones tradicionales comienzan un nuevo proceso de cambio.
Junto a los laburantes comenzaron a sentarse en sus mesas oficinistas, universitarios, profesionales, familias enteras que salían los fines de semana. Más lentamente pero sin pausa, comenzó a asomar el turismo, sobre todo extranjero, atraído por el prestigio que iban ganando los bodegones en el sector gastronómico.
Así algunos bodegones viejos y nuevos comienzan a especializarse en comidas de diferentes regiones o países —bodegón español, italiano, etc. — y aparecen en sus mesas mariscos, pescados, salchicha con chucrut, etc., variedades no tan comunes para la época. Como era de esperarse, una de las primeras consecuencias de estos cambios fueron los precios. En la actualidad, bodegón dejó de ser sinónimo necesario de barato. El rasgo que los define es la calidad y tipo de cocción de sus comidas, pero en su inmensa mayoría tiene precios por encima del promedio.
Quedan muy pocos bodegones que podrían considerarse baratos y los que hay o surgen suele ser a costa del producto. Ejemplos creo que tenemos todos, pero evito mencionarlos para esquivar una discusión sobre gustos.
Además del creciente turismo, en el tema de los precios ha incidido mucho también el relativamente nuevo desafío que enfrentan los bodegones. En los últimos años disputan clientela con lo que suelo llamar la “cocina palermitana”, esa mezcla de menú de autor y eufemismos tipo “colchón de verdes”.
Resumiendo, creo que el bodegón actual, con todos los cambios que tuvo desde sus orígenes, sólo puede definirse por su comida: guisados, pastas y carnes preparadas con un claro sabor casero, abundancia y productos de calidad.
Por supuesto, se valorizan los buenos precios, pero ya no son una condición que define al bodegón como tal. Tanto los viejos bodegones como los nuevos no han podido mantener los precios bajos que los caracterizó en sus comienzos.
Salvo muy contadas excepciones, la inmensa mayoría tiene precios por encima del promedio, lamentablemente. Esto no significa que no se pueda encontrar restaurantes baratos en Buenos Aires, pero por lo general sus menús distan mucho de lo que se llama comida de bodegón.
¡Salú!
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