Para estrellar el blanco, el rojo, el amarillo
Tan simple como el huevo. Hoy la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación) lo reconoce al como uno de los alimentos más nutritivos de la naturaleza.
Se sabe que el huevo es un alimento básico en la alimentación diaria. Posee importantes nutrientes esenciales para la salud, como vitaminas y minerales.
Además, contiene proteínas de alto valor biológico compuestas por nueve de los aminoácidos esenciales, y que resultan ser fácilmente digeribles.
Por otro lado, el huevo es sumamente versátil para la preparación de distintos platos, tanto entrantes como principales y postres. Es fácil de manipular, y con una relación precio-calidad que hace una buena opción como reemplazo de las carnes.
Más o menos así informa el gobierno argentino en una de sus páginas oficiales. Claro que habría que observar que lo de la relación precio-calidad suena casi a ficción, y no sólo para los huevos sino para todos los alimentos.
Argentina debería ser sentada en el banquillo de los acusados – al menos los actores de la cadena comercial, el gobierno/Estado y las grandes empresas del sector -, porque son cómplices en la comisión de un delito que tendría que ser calificado de lesa humanidad: provocan que su población sufra hambre, coma mal o pague exorbitancias por los alimentos, cuando el país registra cada una de las condiciones materiales para que todos, todas, puedan gozar de la buena mesa y a precios más que razonables.
Pero sigamos con el huevo, ahora con los mitos sobre el colesterol.
La principal objeción académica que existió durante muchas décadas para el consumo diario de este alimento, era la presencia de colesterol en su composición química, con incidencia en la posibilidad de enfermedades cardiovasculares. Es un mito sin basamento alguno. Así lo demuestran dos metanálisis sobre los resultados de 166 estudios clínicos.
¿Se pueden comer huevos que no sean de gallina? ¿Qué les parecen los de codorniz, entre otros? Y la literatura en sus fronteras con la crónica, casi siempre tan borrosas, nos cuenta:
No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que le seguirán, si Dios me da vida y salud. Hace bastante tiempo que ignoro tu paradero, que nada sé de ti; y sólo porque el corazón me dice que vives, creo que continúas tu peregrinación por este mundo, y no pierdo la esperanza de comer contigo, a la sombra de un viejo y carcomido algarrobo, o entre las pajas al borde de una laguna, o en la costa de un arroyo, un churrasco de guanaco, o de gama, o de yegua, o de gato montés, o una picana de avestruz, boleado por mí, que siempre me ha parecido la más sabrosa. A propósito de avestruz, después de haber recorrido la Europa y la América, de haber vivido como un marqués en París y como un guaraní en el Paraguay; de haber comido mazamorra en el Río de la Plata, charquicán en Chile, ostras en Nueva York, macarroni en Nápoles, trufas en el Périgord, chipá en la Asunción, recuerdo que una de las grandes aspiraciones de tu vida era comer una tortilla de huevos de aquella ave pampeana en Nagüel Mapo, que quiere decir “Lugar del Tigre”.
Los gustos se simplifican con el tiempo, y un curioso fenómeno social se viene cumpliendo desde que el mundo es mundo. El macrocosmo, o sea el hombre colectivo, vive inventando placeres, manjares, necesidades, y el microcosmo, o sea el hombre individual, pugnando por emanciparse de las tiranías de la moda y de la civilización (…). Lo más sencillo, lo más simple, lo más inocente es lo mejor: nada de picantes, nada de trufas. El puchero es lo único que no hace daño, que no indigesta, que no irrita (…). Te diré, Santiago amigo, que te he ganado de mano. Supongo que no reñirás por esto conmigo, dejándote dominar por un sentimiento de envidia (…).
El deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra Adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes -he ahí lo que me decidió no ha mucho y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios, a penetrar hasta sus tolderías y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz. De Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio V. Mansilla (1870).
Y algo más. Al despedirnos, le dedicamos este modestísimo, prosaico, texto, a uno de los grandes poetas argentino: Edgar Bayley (Buenos Aires, 1919-1990).
Y lo hacemos recordando uno de sus tantos poemas: La sartén, de Antología personal. Poemas – Nuevos poemas 1977-1981; Centro Editor de América Latina; Buenos Aires; 1983.
una sartén poco usada
sirve a veces para estallar
el aceite y el huevo
para estrellar el blanco
el rojo
el amarillo
por el calor de una llama
silenciosa
sirve el mango también
y el pulso de quien pone
en el plato el huevo embebido
en aceite y unas papas
una sartén usada solo en ocasiones
sirve para el huevo y las papas
y cuando la fregamos y lavamos
advertimos el riesgo de acordarnos
de embarcarnos de nuevo
en una sartén poco usada
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