¿Y si nos pilla la policía?…Nos salva el pejerrey

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A título de extenso introito para un texto del mexicano Alfonso Reyes (1889-1959) – para Jorge Luis Borges pudo ser él el mejor prosista de la lengua castellana-,  reproducimos una parrafada o perorata escrita que publicara nuestro editorialista, Víctor Ego Ducrot, acerca de su heterónimo dedicado a estos asuntos del comer y del beber en una revista que tanta paciencia como nosotros le tuvo, hace mucho ya.

Dijo…

Por eso paso a explicarme, o al menos acerca de mi nombre, El Pejerrey Empedernido. Y quiero ser del todo sincero: para la excelente materia prima de que con razón se enorgullecen los bonaerenses, es lástima que, en general, descuiden tanto el arte cisoria y no sepan cortar la carne, importante extremo al que don Enrique de Villena, en 1423, halló indispensable consagrar un tratado en veinte capítulos. Tan lamentable deficiencia amengua el disfrute de los mejores trozos, si es que no lo anula por completo, pues está visto que la materia cede a la forma, como lo explicaba Aristóteles… Además de la buena carne que allá se encuentra, sea siempre loado el pejerrey, que es a la Argentina lo que a España es la merluza o el huachinango a México…Así escribía en 1953 el maestro Alfonso Reyes en el Descanso IX de su libro de obligatoria lectura Diez descansos de cocina (Fragmento de Memorias de cocina y bodega y Minuta); Fondo de Cultura Económica; México; 1998.

De ahí lo de El Pejerrey; y Empedernido porque ello me pareció más apropiado o menos zas, duro al hígado, a la cocina, y que te cuenten hasta diez, que el Que Resiste, como sonó en un principio; y todo porque siempre estamos entre los vendavales de tristeza que azotan a los habitantes de nuestro país, claro no a todos, pues están los malditos de siempre, aquellos que llenan sus barrigas y andan orondos por la vida, orgullosos de su hijos tan blanquitos y bien vestidos, que los heredarán casi seguro en la turra manía de pisotear esperanzas ajenas y descascaradas. Y esgunfiando otra vez, miren lo que encontré entre mis papeles, que pasó ya a reescribirlos para ustedes. Quien te iba a decir, pibe. El patrón me llama siempre pibe. Dale áperca, pibe. A la cocina, pibe. Cuando peleé con el negro en Nueva York el patrón andaba preocupado. Yo lo juné en el hotel antes de salir. “Lo fajas en seis rounds, pibe”, pero el negro fumaba como loco. El negro, como se llamaba el negrito, Flores o algo así. Duro de pelar, che.

Un estilo lindo, me sacaba distancia vuelta a vuelta. Áperca, pibe, metele, áperca. Tenía razón el trompa. Al tercero se me vino abajo como un trapo. Amarillo, el negro, Flores, creo, algo así. Mira como uno se ensarta, al principio me pareció que el rubio iba a ser más fácil. Lo que es la confianza, ñato. Me barajo de una piña que te la debo. Me agarro en frío el maula. Pobre patrón, no quería creer. Con que bronca me levante. Ni sentía las piernas, me lo quería comer ahí nomás. Mala suerte, pibe. Todo el mundo cobra a la final. Leo y releo a Julio Cortázar. Y ya que estamos: el placer era egoísta y nos topaba gimiendo con su frente estrecha, nos ataba con sus manos llenas de sal. Llegué a aceptar el desorden de la Maga como la condición natural de cada instante, pasábamos de la evocación de Rocamadour a un plato de fideos recalentados, mezclando vino y cerveza y limonada, bajando a la carrera para que la vieja de la esquina nos abriera dos docenas de ostras, tocando en el piano descarado de madame Noguet melodías de Schubert y preludios de Bach, o tolerando Porgy and Bess con bifes a la plancha y pepinos salados.

Pero aquella noche la tinta negra dejó de correr ante los ojos, por un rato aunque más no sea, porque me había prometido una velada de box; sí del deporte por el cual me entusiasmo tanto y tantísimo, y sin culpas ni vergüenzas bien pensantes, que de amores y odios, de lealtades y traiciones y de ñapis bien plantadas y con todo, somos los varones y las mujeres de esta especie llamada humanidad.

Y bla que te bla, finta y zapateo, no hubo otro remedio que apuntarse a la tele, bien tarde como siempre, aunque aquella noche sí que valió la pena, púes hasta me provocó el recuerdo de una receta ¡medio yanquirenga caramba!: mi opus de las Buffalo Wings, pero notable para cenas de obligada escasez.

Recuerdo: vi una pelea de meta y ponga que sobre ese ring nadie se hace el fifi, y conocí a un mediano que, supe, a veces llegaba hasta medio pesado; nacido en las Vírgenes de Estados Unidos y que se llama Julius, “el Chef” Jackson. Y le decían “el Chef” porque lo es, en esa suerte con lucecitas a colores para el baile y apriete de dos pasiones poderosas, la de la cocina y la de los trompis como esgrima; subía al ring con guantes y cortos, pero por encima con atuendo y tocado de testa de cocinero; sacaba buenas zurdas en gancho y ápercas, como los que le reclaman al Torito de Cortázar. Lo vi pelear, por supuesto, pero aun no tuve, y no sé si vez alguna tendré la posibilidad de constatar la fineza que, leí, tienen su platos, entre ellos las Knockout Wings, alas de pollo embelesadas con una cortina débil de panceta y horneadas con aderezos a base de chipotle, un chile mexicanazo que en Náhuatl se llama chilpoctli o xipoctli, lo cual significa pimiento ahumado; toda una delicia para el retozo y el jolgorio de los mejores comeres entre todos los comeres.

¡Ay recetilla esa!, la embozada apenas por el peso mediano de buen áperca que me arrojó entre los pliegues memoriosos de una propia en tanto variante de las ya dichas y dichosas Buffalo Wings. Aquí va y bien justo porque coditos y alitas se consiguen baratas, todavía y que no se entere el mal nacido: unas cuantas alas de pollo embadurnadas con aceite de oliva, sal, pimienta de Cayena molida, salsa de Tabasco roja y salsa Worcestershire; y al horno hasta su dorado llamativo. Casi todos las acompañan con cerveza helada; mi escritora preferida, que es sabia, con Sauvignon Blanc refrescado. ¡Salud!

Y todo gracias al origen…

Diez descansos de cocina (1953), de Alfonso Reyes, escritor, traductor, diplomático, jurista, filósofo y académico mexicano. Se trata de una obra en la cual su autor nos propone un viaje de palabras en 10 capítulos (o descansos) a través del mundo y las geografías culinarias de su tiempo, quizás de todos los tiempos.

Con ustedes el Descanso IX

No tardó en sobrevenir la suculenta cocina sudamericana —peruana, cubana, platense, brasileña, chilena— que, entre otras cosas, me sirvió para descubrir ciertos comunes denominadores con la cocina mexicana. Estos comunes denominadores deben referirse, por una parte, a las condiciones naturales y, por otra, a la base hispánica y singularmente a Andalucía, Canarias, Asturias y Galicia.

Antes ya había yo encontrado nuestros frijoles, con diversos nombres y aderezos, en España y aun en la Francia meridional, donde también los toman refritos. Y me aseguran que nuestra tortilla de maíz no es desconocida en Hungría. Las semejanzas entre las cocinas de nuestras hermanas continentales no tenían por qué sorprendernos. Los «tamales» mexicanos, con otras denominaciones y variantes («humitas», «hayacas», milho em chala), andan por todo el sur, lo mismo que los «elotes» o «choclos». Los veraneantes de Acapulco saben que el «cebiche» peruano llega a nuestras costas del Pacífico. El tasajo de Uruguay y de Cuba es la carne-seca o cecina de Monterrey. La pimenta malagueta o el «ají» son especies de nuestro «chile».

Los condimentos bahianos en que se abusa del picante son parientes próximos de los nuestros. La parrillada criolla, los «chinchulines» y demás entrañas aprovechadas por la cocina platense —lo que el cazador europeo entrega a las jaurías y en Francia se llama la courée— también los conoce el pueblo mexicano bajo el nombre de «menepile» o «nenepile», porque las autoridades no están de acuerdo. El «ajiaco» es plato común de Hispanoamérica. Por todas nuestras repúblicas se entabla la muy conocida disputa sobre las «empanadas criollas» cada país y aun cada región pretende que las suyas son las auténticas; y en Chile mantienen que han de ser aceitosas hasta que el aceite escurra y gotee «por el cobdo ayuso», como la sangre en la espada de Minaya Álvar Fáñez. Y sólo me resultó algo exótica la costumbre gaucha de echarse sobre el asado con cuero en la misma res mordiendo, cortando con el facón, como se dice en la «Teoría prosaica» de mi libro Otra voz. Arriesgué allí la suposición de que se trata de una costumbre judía. ¿Será tal costumbre anterior a la colonización de Hirsch en la Argentina? ¿Qué nos dice Alberto Gerchunoff, autor de Los gauchos judíos?

No puedo ocultar algunos fracasos. En Buenos Aires, donde hay consumados maestros que sirven en las buenas casas y aun logran defenderse del automatismo a que conduce el trabajo en los grandes hoteles; en Buenos Aires, donde hay cocineros del país que practican mil y un secretos, hay también una plaga de cocineras gallegas que, amén de ser improvisadas en el oficio, se han torcido con el traslado como los vinos débiles, se descastan y se vuelven urbanas en el peor sentido del término. Me aconteció pasar un verano en Tandil, cuando todavía estaba en su sitio la célebre Roca Oscilante, y allí me hartaba yo de cazar perdices y liebres. La suerte me puso en manos de una de esas gallegas a quienes el cemento porteño resecó los últimos jugos vitales traídos de sus plácidas rías. No hubo manera de entenderse. Pasé por las perdices, aunque no sin recriminaciones; porque la mujerona decía siempre, cuando me veía volver con mi glorioso botín: «¡Qué ganas de cansarse sin necesidad!»

Todo lo que olía a campiña le parecía una decadencia respecto a la condición que ya había escalado en Buenos Aires; se le figuraba un retroceso, y aun debo decir que se echó a llorar cuando supo que nos íbamos de veraneo a una «estancia», imaginándose que otra vez tendría que labrar la tierra para merecer el sustento. Como quiera y de mala gana, transigía con las perdices. Con las liebres no le fue posible: le dio por encontrar preñadas y no cocinables cuantas cobré en todo el verano. Con ese pretexto, las repartía siempre entre los peones y en los «tambos» vecinos, de modo que no llegué a probarlas. La verdad es que no tenía noticia —o la había olvidado por honor de inmigrante— sobre cómo una liebre se traduce en manjar, que le parecía cosa muy rústica. ¡Ay, el civet de Francia! ¡Ay, los conejitos marinados del día anterior que me preparaba antaño la materna pericia!

Y quiero ser del todo sincero: para la excelente materia prima de que con razón se enorgullecen los bonaerenses, es lástima que, en general, descuiden tanto el arte cisoria y no sepan cortar la carne importante extremo a que don Enrique de Villena, en 1423, halló indispensable consagrar un tratado en veinte capítulos. Tan lamentable deficiencia amengua el disfrute de los mejores trozos, si es que no lo anula por completo, pues está visto que la materia cede a la forma, como lo explicaba Aristóteles. De la pavita se abusa un poco, sutilizando con gracia hasta convertirla en papel o en «plástico», y ahí sí que se dan gusto en aquello del cortar mecánico nunca confundible con el cortar racional, al que corresponde una idea sobre la unidad alimenticia que es ya cosa de la mente y no del cuchillo, mucho menos de la rueda de acero empujada por electricidad. Ya Sócrates, en el Fedro, recomienda el observar las articulaciones y zonas naturales, y no despedazarlo todo cortando por dondequiera (265 e).

Además de la buena carne que allá se encuentra, sea siempre loado el pejerrey, que es a la Argentina lo que a España es la merluza o el huachinango a México. Ni siquiera el millonario Guinle pudo transportarlo a sus lagos brasileños, a pesar de sus riquezas y sus techos de oro. Y eso que ha conseguido instalar en Teresópolis criaderos de zorro plateado, cosa increíble en aquellas latitudes, triunfo del hombre y alarde de la técnica en lucha con la naturaleza.

En el Brasil, de recién llegado, ignoraba yo que el cabrito se llama en portugués «cabrito». Esto acontece cuando va uno muy lejos por la solución de los enigmas. Se me antojó comer un cabrito al modo regiomontano de mi infancia, girándolo en la estaca sobre el fogón, como el pollo allo spiedo que Italia llevó a la Argentina. No sabía cómo explicarme, pues todavía mi portugués era teórico y no pasaba de estudios sobre los orígenes comunes de la lírica en ambas lenguas gemelas o de algunas páginas de Faría y Sousa contra mi venerado Góngora. Cayó mi vista sobre unas cabras, allá por las lomas que dan fondo al parque presidencial de Guanabara. Y —»Quiero comerme uno de ésos» —le dije a mi cocinera Dulce. La «prieta»,1 entornando maliciosamente los ojos: «No —me amonestó—, si nos comemos uno de ésos, el Presidente nos mete a la cárcel» (no xadrez). Y no pude menos de recordar la anécdota del joven Abraham Lincoln, cuando le propuso al negro que le ayudara a limpiar un gallinero: «¿Limpiar un gallinero, Mr. Lincoln? —exclamó el negro—. ¿Y si nos pilla la policía?»

Esta prieta de mi historia merece recordación aparte, ya que no por sus contagiosas carcajadas, aunque sea por haber descubierto el nombre portugués que conviene dar a los garbanzos.2 Los garbanzos, en general, no son muy conocidos del brasileño, quien se conforma con llamarlos desairadamente «granos de pico». Entre mis deberes oficiales estaba el procurar una mejor tarifa para el garbanzo mexicano en el Brasil, siquiera en beneficio de las «colectividades» españolas, singularmente importantes en Sào Paulo. Nuestro garbanzo, por su calidad, competiría ventajosamente con el pequeño garbanzo chileno, único que llega a aquellas tierras.

Los cosecheros de Sonora solían enviarme algunos sacos de muestra. La prieta aprendió a preparar el grano para ofrecerlo en comidas privadas a los posibles importadores. Un día se cansó de andarse con rodeos, e imitando el nombre español, impuso a los garbanzos el regio bautismo de braganços. Se desternillaba de risa, cuando le conté el caso, el Excelentísimo Señor Afranio de Mello Franco, Ministro de Relaciones Exteriores, en quien la sabiduría y el buen humor se armonizaban con la cortesía más deliciosa. Y gracias a esta ocurrencia de Dulce obtuve al menos que los braganços mexicanos entraran al Brasil, si no con exención de derechos, por el moderado canal de la segunda columna arancelaria. ¿Y qué dirán de esto los tratadistas y los que creen que, en el trato internacional, bastan las instituciones y las reglas y sobran los hombres y los contactos humanos, los verdaderos diplomáticos, en suma?

El caro y admirado Ribeiro Couto ha escrito una requisitoria contra la cocina brasileña práctica, pues la teórica reconoce él que existe en los libros. Se queja del abuso del picadillo con patatas; delata el hecho de que «matar una gallina» sea un suceso importante (como matar el toro en Grecia); reclama contra el exceso y la cargazón del vatapá y la feijoada; contra la pesadez y ausencia de imaginación en las comidas burguesas; lamenta que no se conceda la debida honra a la aceitunas; truena contra el macarrón de hospital, contra la carne más reseca que asada. Pero calla sobre la deleitable canja; nada dice de la farofa, yuca o mandioca, que cobra su sentido en platos picantes; nada del palmito con camarón que es una combinación de alto estilo. En todo caso; no deja de ser inquietante cierto descuido del Brasil respecto a sus tradiciones culinarias. En mis tiempos, faltó ambiente para fundar un club gastronómico. Lo cual, por lo demás, es síntoma general de la época.

Notas

1. Así como en otras partes hay que llamar «moreno» al negro, que se considera tratamiento más deferente, así en el Brasil se lo llama «prieto».

2. Dulce era igual a la Aunt Gemina que prepara los hotcakes en los films de Hollywood— 1951.

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