¿Un domingo de julio?…Allá vamos, Smörgåsbord
Casi en la iglesia. Mejor dicho en el mismo edificio de piedra adusta pero hermosa. En el bajo de San Telmo, en la vieja Buenos Aires. Del restaurante del Club Sueco se trata.
Tomateras ellas y tomatero él, comensales de tiempos y copas lentas, un domingo de julio al medio llegaron a la esquina que la calle Azopardo forma con la avenida Garay.
Allí es. Una puerta de madera y herrajes, pesada. Hay que tocar el timbre y esperar, y al ingresar y por qué no hacerlo con la esperanza de imaginar allí presente a la Piedra de Rök, que fue el primer texto sueco, rúnico, de los vikingos; o mucho, muchísimo más cerca en el tiempo, que no vaya a ser que por ahí también se sientan a comer el genial Ingmar Bergman (1918-2007) o el mismísimo Kurt Wallander, el detective creado por Henning Mankell (1948-2015).
Antes de sentarnos a la mesa un vistazo a la iglesia luterana, sencilla, austera; una suerte de estancia acogedora y cálida que anticipa lo que será el disfrute de la mesa o Smörgåsbord, que justamente es eso, esa mesa amplia de la cual los comensales se sirven a elección y gusto, mientras llegan las botellas de agua que ofrece la casa y el vino solicitado a partir de una carta sencilla.
Llegó el momento de las estrellas, que no habitan en ningún cielo sino que se ofrecen a sí mismas sobre una mantelería blanca, impecable. Son los platos fríos: salmonetes ahumados; lachas, que son bocados de pescados que reemplazan al arenque, marinados, a la crema y a la mostaza; huevos rellenos con caviar de arenque; una ensalada para el recuerdo, de repollo blanco, curry y uvas pasas, y otras agridulces variadas, como variados lo quesos y otros bocadillos.
Pero tal cual Sirius, que está allá lejos, a más de ocho mil años luz de nosotros y es la que más brilla en los cielos de la noche, pero allí a un par de pasos breves de nuestra mesa, rutila la bandeja de gravad lax, únicas y memorables fetas, lonchas o rodajas de salmón rosado marinado en sal, azúcar y eneldo.
Al momento de los platos calientes, no dudamos en recomendar dos y en forma especial: el Jansson frestesle, que consiste en papas a la crema con cebolla y anchoa; y una variante de papas también a la crema, pero con salmón y especias.
En la mesa de los postres, sobresalen entre las variedades de mousses, la de akuavit y la de limón; como así una sorpresa, el arroz con leche, que es de lujo…y para el final, pocillos de vino caliente y especiado con canela…
La atención cordial y discreta – la discreción una cualidad que no abunda en los salones para el comer de nuestra ciudad porteña- nos hicieron aun más grato el goce del mediodía de domingo invernal…
¿Y los precios? En términos nominales son significativos pero nos arriesgamos a decir que más que justos si tenemos en cuenta la calidad de lo que la cocina sueca local fue capaz de ofrecernos.
Un restaurante que, en la medida de lo posible, hay que visitar.
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