Cocinar lo propio: Hacia una identidad gastronómica argentina
Juan Manuel Larrieu
La gastronomía argentina necesita más autenticidad y menos actuación. Esta nota propone una mirada crítica sobre el presente culinario nacional, cuestiona los modelos impostados, reivindica las cocinas regionales y recupera el sentido cultural profundo del acto de comer.
Estas líneas no buscan revelar una verdad absoluta ni dictar sentencia sobre la gastronomía argentina. Más bien, aspiran a poner en juego algunas ideas, a exponerlas y pensarlas colectivamente. En el mejor de los casos, servirán como disparadores para sacar conclusiones que nos ayuden a crecer, revisar, mejorar.
La intención de esta nota es aportar, desde la reflexión y la opinión, a la construcción de una mirada crítica sobre el presente gastronómico local. Una mirada que incluya a todos sus actores: productores, cocineros, comensales, comunicadores y empresarios. Y que, sin caer en solemnidades, pueda colaborar con el desarrollo y la divulgación de una gastronomía argentina que todavía tiene mucho por decir.
Claro que para pensar hacia adelante hay que revisar de dónde venimos. Hay ciertas prácticas, ciertos discursos, ciertos gestos en el mundo gastronómico que hoy suenan viejos, obsoletos, cuando no ridículos. Comportamientos que lejos de sumar, entorpecen. Y que es hora de revisar si queremos que la gastronomía deje de ser un espectáculo de fuegos artificiales para transformarse en un espacio genuino de construcción cultural.
Porque si la seguimos entendiendo solo como una proteína perfectamente cocida, una guarnición puesta con pinza y un maridaje “impecable”, si seguimos hablando de gastronomía solo desde esa estética reducida y superficial, el camino hacia una transformación real será más largo y accidentado.
Necesitamos correr el foco de la postal para volver a mirar el paisaje entero. Pensar la gastronomía como un hecho cultural profundo, un evento social que conecta territorios y sensibilidades. Un lenguaje con múltiples interlocutores: productores locales que cuidan la tierra y los animales; cocineros y cocineras que interpretan ese producto con técnica, pasión y memoria; comensales que, al sentarse a la mesa, no solo se alimentan sino que también activan recuerdos, emociones, símbolos.
Como bien señala la antropóloga Patricia Aguirre, “comer no es un acto individual, es un hecho social y cultural; no sólo alimenta el cuerpo, también alimenta identidades” (Una historia social de la comida, 2010). Esa identidad está en disputa. Y también en construcción.
Pero para que esta visión crezca y se consolide, es necesario modificar ciertas actitudes. No alcanza con tener excelentes productos —que los tenemos— ni con contar con cocineros y cocineras talentosos —que también los hay—. Es fundamental cambiar la mirada, correrse de posturas que poco aportan y mucho traban.
Hay una porción del mundo gastronómico que todavía se comporta como si estuviera sobre un escenario: cocineros que actúan un papel de genios inalcanzables, y comensales que imitan un paladar sofisticado que en realidad no les pertenece. Se disfrazan de sibaritas para participar de un juego que los hace sentir parte de una elite, pero que poco tiene que ver con el disfrute real, con la emoción del gusto, con el encuentro verdadero.
“El acto de comer implica una representación social; hay códigos, formas, estructuras simbólicas que lo atraviesan”, recuerda Aguirre. Pero una cosa es comprender el código, y otra es impostar un personaje que no aporta nada más que vanidad. Esa pose, heredera de modelos ajenos, es un lastre. Comer rico, beber bien, compartir una mesa no deberían ser gestos reservados para unos pocos iniciados, sino expresiones abiertas, democráticas, profundamente humanas.
También es hora de mirar más allá del eje gastronómico tradicional que suele concentrarse en Buenos Aires y su entorno. Las cocinas regionales —con su enorme riqueza, diversidad de productos, técnicas y saberes— no son meras “curiosidades” pintorescas. Son expresiones vivas de culturas profundamente arraigadas, con historias que se cocinan a fuego lento desde hace generaciones.
La cocina del Noroeste, con sus fermentos, su maíz, su papa andina. La patagónica, atravesada por el frío, el viento, los hongos, el mar. La del Litoral, marcada por los ríos y la influencia guaraní. La cuyana, con su olivo, su vino, su memoria colonial. La pampeana, con sus fuegos y su legado criollo. Todas forman parte de una misma trama que aún no se cuenta con la contundencia que merece.
En su análisis sobre las formas de comer en Argentina, Aguirre advierte que “la comida también expresa desigualdad: no todos comen lo mismo, ni de la misma forma, ni con las mismas oportunidades”. Esta desigualdad también es simbólica: ciertas cocinas —las que no están en la vidriera, las que no se visten de gala— siguen sin ocupar el lugar que merecen en el relato nacional.
El desafío es integrar esas cocinas al discurso gastronómico no como rarezas exóticas, sino como parte esencial del todo. Valorar a quienes cocinan desde su lugar, con lo que tienen, con lo que saben, sin necesidad de reproducir moldes ajenos. Porque la identidad no se construye desde la imitación, sino desde la afirmación de lo propio.
Para pensar el futuro de la gastronomía argentina, quizás haya que retomar una de las premisas más potentes que deja Aguirre: “El futuro de la comida está en recuperar la memoria del sabor, en reconstruir una cultura alimentaria que nos represente”.
Y para eso, necesitamos dejar de actuar y empezar a sentir. Necesitamos una gastronomía que no se mire al espejo buscando validación, sino que se reconozca en su territorio, en sus productos, en su gente. Solo así podremos construir una cocina con identidad real, orgullo colectivo y mirada de futuro. Una cocina digna de ser reconocida entre las grandes del mundo.
Texto tomado de la revista patagónica Con todo gusto.
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