Cerveza para el pescadito frito a la chilena

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Hermoso como vacuno joven es el canto de las ranas guisadas de entre perdices, la alta manta doñiguana es más preciosa que la pierna de la señora mis preciosa, lo más precioso que existe, para embarcarse en un curanto bien servido…el camarón del Huasco es rico, chorreando vino y sentimiento, como el choro de miel que se cosecha entre mujeres, entre cochayuyos de oceánica, entre laureles y vihuelas de Talcahuano por el jugo de limón otoñal de los siglos…o como la olorosa empanada colchagüina, que agranda de caldo la garganta y clama, de horno, floreciendo los rodeos flor de durazno…Y, ¿qué me dicen ustedes de un costillar de chancho con ajo, picantísimo, asado en asador de maqui, en junio, a las riberas del peumo o la patagua o el boldo que resumen la atmósfera dramática del atardecer lluvioso de Quirihue o de Cauquenes, o de la guañaca en caldo de ganso, completamente talquino o licantenino de parentela?…

No, la codorniz asada a la parrilla se come, lo mismo que se oye “el Martirio”, en las laderas  aconcagüinas, y la lisa frita en el Maule, en el que el pejerrey salta a la paila sagrada de gozo, completamente fino de rio, enriquecido en la lancha maulina, mientras las niñas Carreño, como sufriendo, le hacen empeño a “lo humano” y a “lo divino”, en la de gran antigüedad familiar vihuela….De Epopeya de las comidas y las bebidas de Chile, del poeta Pablo de Rokha (1894-1968).

Y antes de pasar al sencillo plato que nos convoca, algo más sobre la historia de la culinaria chilena, tomado de Memoria chilena – Biblioteca nacional de Chile: Los trabajos historiográficos coinciden en señalar que esta es el resultado de la fusión de tres tradiciones culinarias: el sustrato indígena, el elemento hispano y el influjo de la cultura francesa a fines del siglo XIX.

En primer lugar, el sustrato indígena, que aportó las materias primas, especies vegetales autóctonas como el maíz, la papa, el poroto, el zapallo y el ají, que hasta la actualidad conforman la base de las preparaciones criollas. Por su parte, los conquistadores introdujeron una serie de productos, técnicas y prácticas culinarios que, asociados a los ingredientes locales, dieron origen a una cocina mestiza, que se consolidó durante la época colonial. Posteriormente, a fines del siglo XIX, el influjo de la cultura francesa sobre los hábitos de las élites locales se tradujo en la adopción de nuevas recetas procedentes de la gastronomía europea.

Aunque los saberes culinarios se traspasan habitualmente a través de la transmisión oral o de la simple imitación dentro del espacio doméstico de la cocina, muchas familias tienen por costumbre plasmar sus recetas por escrito en cuadernos o tarjetas, para así protegerlas del olvido. Sin embargo, hasta el siglo XIX eran pocas las personas que sabían leer y escribir, por lo que los recetarios manuscritos estaban reservados a un exiguo número de hogares, a algunos sibaritas ilustrados -notable es el caso del abate Juan Ignacio de Molina, de entre cuyos apuntes el historiador Walter Hanisch rescató una interesante colección de recetas de cocina- y a los conventos de monjas, reconocidas depositarias de antiguas tradiciones culinarias. Sus bibliotecas conservaban, asimismo, algunos recetarios impresos extranjeros, de origen español, francés o inglés, los primeros que llegaron a nuestro territorio.

Con la difusión de la imprenta y el progresivo desarrollo de la industria editorial, comenzaron a circular los primeros manuales de cocina editados en Chile. El primero de ellos, publicado en Santiago en 1851, fue Ciencia gastronómica. Recetas de guisos y potajes para postres, atribuido a Eulogio Martín. Durante las décadas posteriores, la difusión de recetarios impresos fue aumentando, de la mano del lento pero sostenido avance de la alfabetización -especialmente entre las mujeres- y de la incorporación de la economía doméstica en los programas de las escuelas primarias (Sciolla, C. y R. Couyoumdjian, «La letra y la comida», pp. 282-283). Entre los títulos publicados durante la segunda mitad del siglo XIX destacan el Cuaderno de guisos y postres (1865), El cocinero chileno (1867), El confitero chileno (1872) y el Manual del cocinero práctico (1882), que llegó a tener cinco ediciones. Tan populares como este último fueron el Libro de las familias (1876) y -ya en el umbral de nuevo siglo- la Enciclopedia del hogar de la Tía Pepa (1898), de Rafael Egaña, los cuales junto con ofrecer recetas de cocina incluían consejos de higiene, medicina doméstica, cosmética y otros datos prácticos para la dueña de casa.

En los primeros años del siglo XX, a las sucesivas reediciones de los títulos ya mencionados se sumaron el exitoso 365 recetas de cocina práctica. Una para cada día (1900), firmado por María Cenicienta, y La Negrita Doddy (1911), entre muchos otros. Asimismo, con el surgimiento de la empresas periodísticas nació una serie de revistas de corte misceláneo que dieron cabida a la cocina a su pauta editorial; así, publicaciones como Familia, Zig-Zag y Pacífico Magazine contaron con secciones fijas de recetas, donde también instruían sobre el modo de presentar los platos, de preservar los alimentos o de hacer rendir el presupuesto familiar con menús económicos.

En la década de 1930, comenzaron a aparecer nuevas publicaciones de gran formato e impecable edición, en los que se advierte la penetración de la cocina francesa como modelo de refinamiento y sofisticación. El primero fue La hermanita hormiga: tratado de arte culinario (1931), recopilación de la conocida escritora Marta Brunet. El segundo, La Buena Mesa (1935), formidable obra de Olga Budge, quien residió en Europa por largas temporadas en compañía de su esposo, Agustín Edwards MacClure. Como ella, fueron varias las mujeres de la alta sociedad chilena -entre otras, Lucía Larraín Bulnes, Matilde Rengifo y Lucía Vergara de Smith, con su Manual de cocina vegetariana chilena (1931)- quienes decidieron dar a conocer sus secretos gastronómicos por medio de manuales impresos. Lo mismo hizo en 1951 el extinto Hotel Crillón, cuyo restorán -uno de los más afamados exponentes de la culinaria francesa en nuestro país- editó una recopilación de sus más famosas recetas, para deleite de su distinguida clientela.

Ahora sí a lo prometido en el título, que no es otra cosa que una marinada / empanado para los filetes de pescado que se pretendan ofrecer a los comensales, con nuestra recomendación por cierto que los de mero son casi perfectos.

A lavar y escurrir muy bien lo filetes…

En un cuenco batid hasta su punto cremoso un mejunje de harina de Castilla, es decir de trigo, cerveza clara o roja, mostaza – si es al estilo de Dijon mucho mejor -, algo de paprika, sal y pimienta a gusto…

Pasad entonces vuestros filetes por esa crema, marinada o aliño – no hace falta que incluya huevos – y en sartén con aceite que pela, proceded a la fritura…

Con una ensalada de verdes, arroz simplemente blanco o lo que prefieran, a servir los filetes, y en un platillo aparte un alioli o una mayonesa batida con ajo…

¿Vino? Siempre. ¿Cuál? El que prefieran. Ya que estamos una sugerencia: Sauvignon Blanc de Valle de Casablanca, entre los Andes y el Pacífico, casi el mejor.

 

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