Del yantar callejero al “foodie” y Netflix

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Sí. Esta vez el Painédito de Tomate aplicará sus intentos a una moda del comer urbano que de novedosa no tiene ni pío. Los expertos en marketing, los publicistas y buena parte del mundo contemporáneo convencido de que la vida es sólo presente, likes, vértigo, APPs  e infodemia audiovisual, muchas veces todos ellos sintonizan al infinito: para algunos significara rentabilidades seguras, para la inmensa mayoría tan sólo espejismos o espejos deformantes, como aquellos que existían en los viejos parques de diversiones.

Por supuesto, esa tribu ni idea suele tener de algo que hace mucho se llamó thermopolium, tan sólo para mencionar un asunto de antiquísima data. Pero claro, hay mucho más.

En las grandes ciudades y legendarias culturas, y especialmente debido a las carencias económicas de antaño en algunos casos y permanentes en casi todos, se fue gestando una modalidad del comer que por supuesto forma parte del patrimonio cultural intangible – tema caro a nuestra línea editorial – forjado por el conjunto de sus respectivas sociedades.

A ese proceso de formación continua nos referimos cuando el título del presente texto escribimos yantar callejero (¡qué palabra hermosa yantar, que significa según el real diccionario juntarse a comer y hablar con desahogo y libertad, y proviene del impuesto que en el antiguo reino de León se debía pagar sobre los alimentos, para beneficio de la nobleza, de señoritos y señoritas!).

Se trata en general de espacios de comidas de cómodo y rápido acceso -¡por lo que más quieran no confundir con el concepto fast food!-, que no requiere de locales sino de calzadas y aceras donde erigir puestos, kioscos, chiringuitos. Todos cumplen casi siempre las funciones de cocina y expendios.

Hace ya un tiempo, nuestro editorialista escribió para un medio amigo y con intenciones de crítica burlona hacia los cultores de modas con refunfuñas contra la Historia, más o menos lo siguiente (¡no podemos con la tentación de recordar esas palabras, las que siguen!).

Creen que inventaron los patines con rueditas, la calesita, la bombilla para el mate o las agujetas para el tejer. Aunque a pronunciar verdades no se sabe si esa fauna se cree todo lo que inventa, o en algún respiro del alma saben bien que se trata de poses tilingas, de imposturas o de frufrués, algo así como lances maníacos por la moda, casi emperadores y emperatrices en el reino de del decir huevón, para estar al habla de los chilenos, por ejemplo.

Veamos entonces a qué inventos nos referimos. Le dicen street food o comida callejera, pero con pretensiones de bacana. Se ofrece desde un food truck, camión o carrito en el que se preparan, se vocean y se venden platillos y bebestibles. Las palabras en inglés son más cool (Ja Ja) y por eso al gusto de los golosos lo denominan foodie. Sólo por si acaso: ¿Recuerdan aquello de lo gourmand…?

En fin, los bellos y las bellas de las generaciones bajas calorías suelen estar más pendientes de los resúmenes de Visa que de las furias de dios o del cura, o de los guiños de comprensión interrogativa de sus psicoanalistas de turno. Sufren porque comer bien podría complicarles aquello de lucir delgadeces, de la misma forma que ostentan marcas de pilchas, chancletas y afeites; ¡y cómo disfrutan en un mundo en el que Eros y el goce son de cotillón!

Dicen los estudiosos que la comida callejera es un saber y un hacer que fue primero conocido en Alejandría. Que fue adoptada por los griegos, quienes se convirtieron en expertos a la hora freír pescado y venderlo en callejas y carreras de pasos y andamientos, de miradas y chalaneos en el mercado.

Después todo llegó a Roma y todavía es posible observar en las excavaciones de Herculano y Pompeya los restos bien conservados de los típicos thermopolium, especie de cocinas que daban a las calles – y antecesores de las tabernas -, para la venta de alimentos de todo tipo, principalmente sopas. Es que los pobres habitaban casas sin espacio para cocinar y el comer entre vecinos, fuera de las habitaciones, de los dormideros y no mucho más, era costumbre generaliza.

En los poblados y ciudades del Medioevo pululaban los tenderetes, los puestos y los carretones desde los que se voceaban alimentos a muy bajos precios. Así nacieron los pâstés en París, una suerte de cucuruchos de masa para amparar rellenos, casi siempre de carnes guisadas y vegetales, y a la venta y oferta por unas pocas monedas.

De los pâstés surgió el oficio de pastelero, cocineros que a partir del Renacimiento y luego en tiempos de la Ilustración desplegarían sus prácticas para las mesas ricas de toda Europa, las de nobles y las del burgo.

El mismo principio humilde del pastel aparecerá en la culinaria callejera de los británicos: un sobre crujiente de harina, manteca y agua que contiene entrañas guisadas, consumido por los mineros y obreros ingleses en la época de la Revolución Industrial. También el fish and chips, vendido en los callejones y envuelto en papeles de diarios: la costumbre del pescado frito para llevar, la misma de la antigua Alejandría que había viajado hasta el norte de África y a la España mora.

Y en América comencemos por el Norte. Qué sabrosura las salchichas polacas con aderezos y aros de cebollas fritas a media noche en los portales de tugurios del South Chicago, en compañía de cervezas heladas y al paso entre los fondines de blues.

Y qué escribir del retozo del gusto con los tacos al pastor por adoquines o asfaltos en la ciudad de México, después del tequila y las botanas en alguna de las cantinas que habitaban por allí cerca del Paseo de la Reforma; y de los pozoles al paso entre los chiringuitos de Tepito, mercado y barrio de boxeadores bravos.

Y de las croquetas con pan en aquella esquina de Marianao, en La Habana, antes del Monseñor, cerca de la avenida 23, con la ilusión de que ahí se nos apareciesen como fantasmas celestiales el piano y cante de Bola de Nieve.

De las chifas de parado en los Polvos Celestes de Lima, la ciudad con la flor de la canela. De los anticuchos en mano en los puestos de la explanada de San Francisco, en la mágica La Paz.  De los pasteles picantes a metros del puerto de Asunción, balbuceando para dentro algún relato acerca de los héroes de Humaitá; o contra el farol que no es en una esquina de la calle Palma, gozando de un chipá guazú. De lo choripanes callejeros de  Buenos Aires y otras villas de nuestro país afligido, casi obligados entre los ritos futboleros. De todas aquellas paradas con tortas fritas que nos regaló Montevideo.

Podríamos seguir por África, Medio Oriente y la más lejana Asia, como con las paradas para sopas en las Coreas. Por Italia y por España; podríamos sí, pero los dejamos para otra ocasión; pues en ésta sólo se trataba de entrar en tema.

Sólo añado dos recuerdo, los carritos de la Costanera porteña, del siglo pasado y en la actualidad repuestos o bien como parrillas/restaurantes, o bien como versiones de aquello, pero la verdad que degradadas en calidad que no en precios. Y los copetines al paso, en las estación de los trenes suburbanos; aun con suerte en algún túnel del metro o subte.

Y una recomendación: en Netflix, el streaming quizás más visto, se puede ver un catálogo documentales sobre comidas callejeras en distintos puntos del orbe. Ubíquelos con las palabras street food que el algoritmo proveerá.

Casi todos recomendables, al menos para curiosos y curiosillas.

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