Antes presidentes y generales, ahora Cultura Alimentaria y Museo del Maíz

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Más que interesante este texto del colega Ignacio Medina, editor de la revista española 7 Caníbales en América Latina, que aquí reproducimos.  Algunas de las fotos que publicamos pertenecen al mismo medio.

Donde antes estaban las casas de los presidentes de la República, ahora hay un Centro de Cultura Alimentaria, donde antes estaba el Estado Mayor ahora hay un museo dedicado al maíz. A su alrededor, mercados, cultivos y mucha cultura.

Araceli es menuda y se mueve sin parar dentro del amplio puesto que monta los domingos por la mañana, pero sin mostrar prisa. Su trabajo es incesante y más ahora, cuando todavía el sol no ha empezado a dar fuerte y hay que acabar de organizarlo todo mientras se atiende a los primeros clientes. Pone las tortillas sobre el comal, busca las últimas ollas de barro -fuentes de barro cocido, sin lustre ni brillos, bien rellenas de casi todo lo que en esta tierra puede llegar a ocupar un espacio sobre una tortilla-, las llena con los guisados, dispone las salsas y los complementos bien orden a un lado del mesón, apenas un tablero alargado, cubierto en parte con unas esteras que lo protegen del calor y las marcas de las ollas, y sirve de alacena y mostrador, atiende los primeros pedidos, cruza algunas palabras con los clientes, revisa existencias… que no falta de nada.

Las tortillas de Araceli son de maíz y antes de llegar al comal, muestran un color azul oscuro, que el calor y el tiempo en el que se alistan para el servicio vuelve de un intenso verde oscuro, casi negro. Me gusta lo que veo y no tengo claro con qué quedarme. Elijo un guisado de verduras y pido un añadido de huitlacoche; sin queso, por favor. Me manejo a la contra de los demás pedidos, pero no quiero nada que oculte el sabor del huitlacoche; que se sienta su presencia. Me gusta la textura y el sabor bravo del hongo del maíz.

Me siento a comerlo en el escalón de la acera, junto a la puerta de la Casa del Maíz, un museo atípico, diferente, creado hace cuatro años, en 2021, y una sorpresa dentro de otra, que viene a ser este gigantesco parque de Chapultepec que se estira a lo largo de la vida de media Ciudad de México. El colorido de los puestos, los aromas de los guisos y la gente que se acumula ante ellos, ilustran la fachada de la casa que este gobierno ha decidido dedicar al maíz, y son uno de los elementos definitorios del que se cataloga como Centro de Cultura Alimentaria.

Araceli se ha instalado a pocos metros de la fachada del museo, y se afana en un comal de buen tamaño, siempre prendido, que le vale igual para terminar las tortillas que para calentar los guisados. Me habla de sus querencias y de su tierra, Tlámuac, y del libro de recetas tradicionales que ella y otras mujeres tienen a la venta en la tienda que ocupa la esquinita del edificio que hay al frente, junto a la apabullante tienda del Fonart (Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías), el Centro de Documentación Guillermo Bonfil Batalla, y un mercado agroecológico que ocupa la parte exterior, bajo la fachada porticada.

En un claro de vegetación que hay frente a los edificios, crece una milpa que a mi llegada ya ha sido cosechada. Es el cultivo tradicional en esta parte del mundo, que agrupa en el mismo cultivo los productos básicos de la dieta alimentaria de la comunidad, protegiendo el cultivo de la variedad más importante de maíz, apoyándose en él y completando la despensa: maíz, calabaza, frijol, tal vez tomate, a menudo chile.

La Casa del Maíz está enfrente del mercado, ocupando el edificio del antiguo Molino del Rey y es un espacio que impresiona. Durante el sexenio anterior, era parte de las dependencias del Estado Mayor Presidencial (los presidentes tejían a bien construirse casas en esta parte del bosque y necesitaban protección): la Secretaría de Cultura del Gobierno de México reivindicó el espacio para la cultura y entendió que la cocina y el alimento son parte de la naturaleza de cada sociedad. Somos cultura. Al final, cambiaron fusiles y política por relatos e historias, que a la postre son una manera diferente de hacer política. Se desarmó un espacio excluyente para crear un territorio inclusivo.

El museo empieza nada más pasar el arco de entrada, sin preámbulos, taquillas o formalismos. Planta a planta, se desgrana como una mazorca: la protohistoria del maíz, su domesticación en Mesoamérica y su árbol genealógico; los sistemas de cultivo a los que dio lugar su implantación en la dieta alimentaria local, la nixtamalización y otros tratamientos que recibe en la tierra que define su desarrollo antes de que se extienda por todo el continente, y pase a convertirse en el principal eje alimentario de América; las formas que adopta la cocina del maíz en México y en el mundo, ya extendido su cultivo e implantación a los cinco continentes; el poder espiritual, el animismo, las creencias y su relación con el más allá que implica desde el momento del desarrollo del cultivo y por ende su cocina, y ya, escalando hasta la última plaza del edificio, se cierra el ciclo con una muestra del arte popular que le tiene como protagonista.

A la salida me esperan los guisados de Araceli, sus tortillas oscuras y consistentes, unos sabores que adornan lo desconocido con un aire familiar y cercano. Para una parte del público local se visten con los ropajes de la normalidad, pero para el extraño es el detalle final que te empuja a convertirte definitivamente en un converso.

Antes de marchar converso otra vez con Araceli -brevemente; el trabajo y los clientes son lo primero- de fórmulas, combinaciones, tradiciones e historias que a muchos parecen antiguas y a mí me resultan de una rabiosa actualidad. Marcho preguntándome por qué apenas hay mujeres como ella en los congresos de gastronomía. Según lo pienso, se me ocurren algunas respuestas.

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