El negocio de las estrellas Michelin puesto en apuros por una revista italiana
Un artículo de Massimo Visentin, de la prestigiosa revista gastronómica italiana Gambero Rosso, publicado el 25 de mayo último se interroga: Con cada estrella conseguida los costes de los menús aumentan proporcionalmente; pero ¿quién decide el precio justo? ¿El restaurador (el restaurante) o Michelin?
Y afirma: No es el presupuesto de la empresa el que determina el peso de las cuentas en los restaurantes de altura con cocinas de autor. No es la relación entre oferta y demanda. No es la perpetua ascensión de costos. Son las estrellas Michelin.
El autor acude al comportamiento de un restaurante premiado, el milanés Verso, que el pasado mes de noviembre consiguió dos estrellas de una vez y ha aumentado de repente sus precios en un 46 por ciento; y su maître Marco Matta se sinceró: Nos alineamos en base al premio que nos otorgó Michelin en noviembre. Hemos adaptado los precios a los de los restaurantes del mismo rango.
Una historia similar le ocurrió al George del Grand Hotel Parker’s de Nápoles, que ya se había puesto una estrella en el pecho. Tras conseguir el segundo, rápidamente alcanzó el punto de equilibrio, ampliando generosamente las cuentas: el menú degustación más barato pasó de 120 a 170 euros (41 por ciento), el más lujoso de 170 a 220 euros (31 por ciento).
Un ejército muy ambicioso de chefs vive en dependencia voluntaria del reconocimiento Michelin con rango de Tribunal Supremo de Casación, aunque es legítimo tener dudas sobre la transparencia, la independencia y la fiabilidad de los jueces.
Así alerta Gambero Rosso, no sólo cuestionando los precios establecidos por fuera de la sus relaciones con los costos sino que también poniendo en duda la seriedad del premio tan ansiado por quienes están en la cocinas (y en el negocio) de la restauración llamada de alta gama.
Y por Argentina cómo andamos, tenemos derecho a preguntar, sobre todo si tenemos en cuenta el alto índice de tilinguería en sangre que exhibe nuestra gastronomía paqueta, consecuente con una tendencia genética – no sólo de ese sector sino de toda la economía vernácula – a la especulación constante, la simulación y la sobre explotación de su personal.
En fin, así estamos.
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