¡Arriquitaun!…A comer Nasi goreng con krupuk, el plato preferido de Sandokan

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Sí, es verdad, yo no tengo ninguna certidumbre, ni siquiera la certidumbre de la incertidumbre. De modo que creo que todo pensamiento es… bueno conjetural (…). (Entonces el pasado y el futuro serían conjeturales). – Sí, yo creo que sí, pero quizá sea más fácil modificar el pasado que el futuro, porque el futuro uno suele pensarlo…, «bueno, es probable que ocurra tal cosa», «no, hay tales factores que se oponen». Pero el pasado, sobre todo un pasado un poco lejano, es una materia muy, muy dócil. Bueno, es que a la larga todo es materia para el arte. Sobre todo la desdicha. La felicidad no, la felicidad ya tiene su fin en sí misma…Tomado del blog Borges todo el año12/7/18 Jorge Luis Borges-Osvaldo Ferrari: Sobre la conjetura («En diálogo», I, 24).

No sin justificada timidez un mero argentino, un vástago remoto de Roma, se atreve a prologar un libro de Gian Falco – bajo ese nombre lo conocí – para lectores italianos. Yo tendría once o doce años cuando leí, en un barrio suburbano de Buenos Aires, “Lo trágico cotidiano” y “El piloto ciego”, en una mala traducción española. A esa edad se goza con la lectura, se goza y no se juzga. Stevenson y Salgari, Eduardo Gutiérrez y Las mil y una noches son formas de felicidad, no objetos de juicio. No se piensa siquiera en comparar; nos basta con el goce…. Jorge Luis Borges: Prólogo a El espejo que huye, de Giovanni Papini.

Borges entonces nos provoca, porque irrespetuoso y hasta caraduras que somos, aquí nos atrevemos a nuestra pobres conjeturas, con la cuales también suelen amasarse las historias que nos ocupan, sobre coquinarias y menesteres afines.

Por eso nos animamos a decir que el plato preferido del Tigre de la Malasia, Sandokan, ese gran personaje creado por el maestro italiano Emilio Salgari (1862-1911), a quienes generaciones enteras le debemos sus primeras enseñanzas de lectura, consiste en una apetitosa fuente de Nasi goreng con Krupuk, de la culinaria que pertenece a la isla de Borneo, que por allí quedaba el imaginario Mompracem.

El Nasi goreng, una variedad muy de asiática de arroz frito con pollo, pimientos, cebollas, curry, yogur natural y cilantro; acompañado con una ración generosa de Krupuk, que son crocantes fritos de papa o mandioca con polvo de camarón o de esos mismos bichitos del mar pero secos y triturados.

Y nuestro homenaje, con una invitación a leer un texto de la colega Laura Garófano, publicado por el diario español El Mundo el 3 de agosto de 2018.

Sandokán era de Cádiz

El personaje que inspiró a Salgari para crear a su aventurero se llamaba Carlos Cuarteroni. Como Salgari, el gaditano era hijo de italiano y estudió náutica, pero él sí la terminó. Llegó pronto a capitán y se hizo legendario en el Pacífico. Está enterrado en la catedral de su ciudad, a la que regresó poco antes de morir.

Cuando en 1885 Emilio Salgari se batió en un duelo a espada con el periodista Giuseppe Biasoli, quien había destapado en el semanario L’Adige su biografía inventada, que nunca fue capitán de barco y que su única travesía había sido por el Adriático, hacía ya cinco años que Carlos Cuarteroni Fernández había muerto. Y probablemente, Salgari lo sabía.

Según la obra de la historiadora Alicia Castellanos Escudier, todo indica que fue la increíble vida real del gaditano Cuarteroni la que inspiró al escritor italiano para crear a uno de los más famosos personajes de aventuras de todos los tiempos: Sandokán, el príncipe de Borneo, en permanente lucha contra la injusticia inglesa y enamorado de Mariana, la Perla de Labuán.

Podría decirse que Cuarteroni vivió 50 años antes lo que para sí quiso vivir Salgari y que reflejó en su obra literaria. Fue marino, comerciante, buscador de perlas y de tesoros, guerrero contra la esclavitud y, por último, misionero…

Y hay muchos indicios documentados: el gaditano conoció en persona a dos de los personajes clave en la historia de Sandokán: el sultán de Brunei, y sir James Brooke, el rajá blanco de Sawarak, al que Salgari imputó el deleznable honor de expulsarle de Borneo tras asesinar a su familia. Incluso hubo una mujer inglesa, bellísima, que también pudo encarnar Salgari en Mariana, la Perla de Labuán y la amada del Tigre de Malasia.

A diferencia de Salgari, Cuarteroni sí había nacido frente al mar, en Cádiz. Tenían en común la misma sangre italiana: se llamaba Carlos Domingo Antonio Genaro Cuarteroni Fernández, hijo de un italiano, Giovanni, y de una sanluqueña, Ramona.

Estudió náutica en Cádiz, la misma formación que comenzó Salgari en Venecia y que dejó inacabada en 1881. Salgari era un negado para las matemáticas y se dedicó, para regocijo de los amantes de la literatura de aventuras, a navegar por los mares que dibujaba su pluma.

Cuarteroni sí fue capitán de barco y encontró un fabuloso tesoro en monedas de plata frente a las costas de Labuán. Su increíble historia, los mapas que dibujó y la extraordinaria precisión con la que detalló la vida en Borneo en la segunda mitad del siglo XIX llegaron a Italia.

Salgari, que para escribir sus novelas hacía una labor ingente de documentación, podría haber tenido acceso a la obra extraordinaria, pionera e inédita de Cuarteroni, que databa incluso tifones y tormentas y que luego fueron detalladas, con precisión, con Sandokán dando órdenes a su tripulación.

Sobre cómo llegó la documentación a Roma, y de ahí, hasta Salgari, forma parte de la extraordinaria y desconocida historia de Carlos Cuarteroni.

El verdadero Sandokán nació en 1816, cuatro años después de que se alumbrara la Constitución conocida como La Pepa. Vino al mundo Cuarteroni frente al puerto de Cádiz, escuchando desde muy chiquillo el grito de arrive at town cuando llegaba un barco inglés de América, África o Asia.

Un grito que derivaría, con el tiempo, en arriquitaun, cuyo significado sigue hoy casi intacto: la alegría inmensa. En aquella época, la alegría era la de tocar tierra tras meses de navegación.

El padre, Giovanni, tenía un establecimiento de aprovisionamiento de buques para los que partían hacia América y Filipinas. Carlos era el cuarto de nueve hermanos y, además de estudiar, ayudaba al negocio familiar.

Carlos Cuarteroni vivió en Labuán y Borneo 50 años antes de que el escritor italiano escribiera la serie de novelas de Sandokán.

Como hijo de comerciante, le estaba vedada la carrera naval militar que se cursaba en la vecina San Fernando. Pudo más su corazón aventurero: en 1829 ingresó en la academia particular para prepararse para piloto de buques mercantes.

Deslumbró a su preparador, que instó inmediatamente a la familia para que embarcase. Tenía 13 años, y su primer viaje fue a Manila como agregado del piloto del Indiana, que cubría la Carrera de Filipinas. Aún no existía el Canal de Suez y la ruta, peligrosísima, era la misma que cubrió Magallanes en 1519.

En 1831, Cuarteroni regresa a Cádiz para acceder al grado de tercer piloto. Cuatro años más tarde se examina en Manila como segundo. Con sólo 19 años toma el mando de un bergantín y realiza seis viajes por Filipinas desde Hong Kong, Singapur y Cantan. Después comandó la fragata Buen Suceso durante dos años. Estas singladuras le valieron para acceder, en 1841, al título de capitán de la Marina Sutil en Filipinas.

Cádiz era su cuna y la de la libertad, pero fue en la colonia del Pacífico donde el capitán Cuarteroni encontró la suya. Es allí donde empieza a forjarse la desconocida historia que pudo asombrar a Salgari.

En 1842, sorprendentemente, deja su puesto de capitán mercante y compra en Manila una goleta que bautiza como Mártires de Tonkin. Acompañado de una dotación de 27 filipinos, se dedica a la pesca de perlas y tortugas carey en el Mar de China.

A sus familiares en Cádiz les hizo llegar varias conchas, que todavía hoy poseen sus descendientes. En el libro Cuarteroni y los piratas malayos, la historiadora Castellanos indica que el Sandokán gaditano ya sabía del hundimiento de un buque inglés, el Christian, que cubría la ruta Macao-Bombay.

Cuarteroni buscaba perlas y conchas, mientras perseguía algo más valioso: el barco iba cargado de monedas de plata, provenientes del comercio inglés del opio con China, y se había hundido meses atrás. Los marineros filipinos se zambullían a pulmón mientras el gaditano vigilaba cualquier ataque sorpresa de los piratas malayos.

A punto estuvo de abandonar la búsqueda, hasta que, 14 meses después, y sobre un arrecife, encontraría el tesoro que le cambiaría la vida y le haría inmensamente rico. Y dató la longitud y la latitud del hallazgo: 118º 55″ 03 y 8º 51″ 13.

Depositó el tesoro en Hong Kong y no en Manila, despertando las suspicacias de la época. Primero pensó en desembarcarlo en la cercana isla de Labuán, pero hasta 1846 no iba a ser ocupada por los ingleses y por tanto, en 1842 carecía de protección occidental.

¿Y en Manila? Tampoco. Lo hizo en Hong Kong, desde donde los propietarios de la carga recibieron en Londres su parte proporcional. El resto del botín lo distribuyó equitativamente con su tripulación.

Años después, un informe enviado a Madrid por las autoridades españolas en Manila -que le guardaban rencor por no depositar el tesoro en su puerto- indicaba que Cuarteroni había hecho un abordaje para hacerse con el tesoro, acrecentando su fama de corsario.

Era imposible: los propietarios del Christian llegaron a invitar a Cuarteroni a Londres para agradecerle el hallazgo.

Con 26 años e inmensamente rico, en 1846 comienza a explorar la isla de Borneo, a documentar y cartografiar sus viajes con enorme precisión. Tanta, que los gobiernos de España y Filipinas le requieren el envío periódico de su obra.

No tuvo apoyo gubernamental. Todo lo pagaba de su bolsillo. Era culto, políglota: hablaba inglés, francés, tagalo y bisayo de Filipinas, el malayo y otros muchos dialectos. Corrigió errores cartográficos y fue pionero en describir las costas de Labuán y Borneo, sus pueblos y etnias, sus costumbres, la esclavitud y los piratas musulmanes malayos, cuyos descendientes todavía hoy asolan el Pacífico Sur.

Cuarteroni le contó en persona su increíble historia a su amigo sir James Brooke, el rajá blanco de la provincia de Sawarak, que adquiriera sus dominios al Sultán de Brunei.

A éste también le conoció. Todos estos indicios, unidos a que gran parte de la documentación de Cuarteroni sobre Borneo y Labuán la envió a Roma, hacen pensar que Salgari se inspiró en su epopeya para crear una de las series de novelas de aventuras más famosas de la historia.

Con El tigre de Malasia Emilio Salgari inauguró su serie sobre Sandokán. La obra salió por entregas entre 1883 y 1884.

¿Se parecería físicamente Cuarteroni a Sandokán? La única descripción es la que recoge Alicia Castellanos. De padre italiano y madre andaluza, sus rasgos presentan un aspecto típico mediterráneo. Su estatura era algo superior a la media y era ágil y fuerte. De su rostro lo que más llama la atención es esa seria y profunda mirada y sus ondulados cabellos que le conferían un aspecto noble y distinguido.

Sandokán era alto, musculoso y de facciones enérgicas, con largos cabellos negros y barba oscura. Lo más representativo de Sandokán, como de Cuarteroni, era la mirada.

La sed de justicia es un atributo más que uniría a la persona y al personaje: en 1846, mientras cartografía las costas, empezó a gastar su fortuna en comprar a los piratas malayos los esclavos cristianos, visitando los puertos más peligrosos. Luego los devolvía, libres, en sus lugares de origen, sobre todo en Filipinas.

A bordo del Mártires del Tonkín recorrió durante ocho años la ruta de la esclavitud mahometana. Adquirió una goleta inglesa, la Lynx, que se había dedicado al tráfico de opio y que tuvo que quemar con toda su carga para evitar ser encarcelado por las autoridades españolas en Filipinas.

Esto no le frenó: cuando llegaba a un puerto, los esclavos filipinos se echaban a sus pies pidiéndole ayuda. Viajábamos guiados por la brújula divina que nos llevaba a lugares más desconocidos, pero donde más se nos necesitaba, dejó escrito.

Convirtió la abolición en una causa personal durante el resto de su vida. Documentó el radicalismo musulmán de algunos sultanes y consideraba necesario frenar el fanatismo de muchos jefes mahometanos, cuyas imposiciones dañaban a esclavos, y sobre todo, a mujeres.

Los moros mahometanos cometían los peores excesos de crueldad en los archipiélagos filipinos y los llevaban a Borneo, donde nunca serían encontrados, escribió.

Cuarteroni, inexplicablemente, se presentó ante el Papa Pío IX. ¿Su misión? Fundar la primera congregación religiosa en Borneo para frenar la esclavitud. Se hizo monje trinitario de la Orden de Propaganda Fide, encargada de las evangelizaciones.

En 1857 ya era prefecto apostólico de Labuán y Borneo, el primero de su historia. Se entrevistó con el Sultán de Brunei y con Sir James Brooke, que le dieron permiso de cesión de tierras para crear las misiones católicas que hoy día siguen activas.

¿Y las mujeres? En sus cartas, Cuarteroni mencionó a la esclava Norak, capturada en Las Malucas. Era esbelta como un bergantín, sus ojos eran del color que toma el cielo tras el paso del huracán.

Le fue ofrecida por el sultán Ankea, y Cuarteroni no la tomó. Tenía un hijo, fruto de la violación de un inglés. Cuarteroni negoció con el sultán y se los llevó a los dos para dejarlos en libertad.

¿Y la otra mujer? Era sobrina del gobernador inglés de Labuán. Su belleza se hizo famosa en toda la isla y el gaditano, que ya era prefecto apostólico, la inmortalizó en sus escritos en 1859. Era rubia y de tez clara.

¿Pudo ver Salgari en ella a Lady Mariana, sobrina de Lord James Guillonk, la Perla de Labuán, el amor de Sandokán? Casualidad o no, a Mariana le dio también el grado de sobrina.

¿Cómo pudo llegar la obra de Carlos Cuarteroni a manos de Emilio Salgari? En 1855 envió a Roma un completísimo tratado: Spiegazione e traduzione dei XIV Quadri relativi alle isole di Salibaboo, Talaor, Sanguey, Nanuse, Mindanao, Celebes, Bornéo, Bahalatolis, Tambisan, Sulu, Toolyan, el más amplio estudio de las islas, con su amalgama de razas, poblados y ciudades, desconocidas en Occidente.

Este tratado y gran parte de sus cartas, se encuentran hoy expuestas en el Museo Misionero de Propaganda Fide, en Roma.

Pasan los años. A Cuarteroni se le conoce como el Apóstol de Borneo, y siente que su salud flaquea. Decide volver. Tenía 64 años y de su fortuna nada quedaba. Pasa unos días en Roma, donde saluda al Papa León XVIII. Fallece en Cádiz a los tres días de pisar su puerto, el 12 de marzo de 1880. Sandokán, héroe literario de leyenda, vio la luz en 1893.

Alicia Castellanos recuperó la historia de Cuarteroni al encontrar su testamento en el Archivo Histórico Provincial en 1998 mientras se documentaba para comisariar una exposición en Cádiz sobre Filipinas.

Se enamoró del personaje y dedicó sus esfuerzos a documentarse sobre su vida. Su intención era, tras escribir su biografía basándose en su investigación histórica, escribir una novela, comenta a Crónica Mercedes Ruiz Fernández, de los Fernández Pagés, los descendientes del Sandokán gaditano.

Ella ayudó a la historiadora a realizar las conexiones que necesitaba mediante cartas, libros y el material que obraba en poder de la familia.

No pudo ser: la historiadora falleció sin poder escribir la novela de una vida de cine. Hoy, al visitar la cripta de la Catedral de Cádiz, pocos saben de la legendaria vida de Cuarteroni, que yace en una tumba bajo el nivel del mar, como el arrecife al que dio nombre y que se encuentra frente a las costas de Borneo.

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