El pagadiós de Tuquín

111

Como la acción prescribió, pues el paso del tiempo es inexorable, el autor falleció y los cómplices nunca fueron identificados (bueno, más o menos), todo puede ser narrado. Además, y como casi siempre se trata de necesidades o humoradas, ambas palabras dueñas del derecho a ser y satisfacerse, más que justificados suelen ser esos raje por el escotillón con la barriga llena y los bolsillos siempre flacos.

Sólo un reparo moral le planta jeta al pagadiós. Sucede que los empresarios gastronómicos, tan proclives a joder a sus trabajadores, suelen pasarle la cuenta a ellos por los clientes que se les piantan…Por eso, los muchachos de antes tenían ojo para distinguir y casi nunca se equivocaban a la hora de jugárselas en esos tutes malandrines.

Ya mismito la historia quedará a cargo del ilustrísimo tomatero y Quijote sin par del periodismo latinoamericano, el uruguayo Aram Aharonian; y forma parte de un libro que el hombre pergeña, acerca de su propia vida y desvida en este oficio que se llama periodismo

Sólo dos aclaraciones previas…

Sucedió sí en el legendario bodegón Pippo, el de los tuco y pesto, comedor de diletantes poéticos de otras épocas y a cualesquiera fuera las hora del día y la noche por aquél entonces, sobre Montevideo o sobre Paraná, cerca de Corrientes, Buenos Aires…Y para colmo de bienes, al personaje central de la historia le decían Tuquín, en recuerdo del color de tuco…¿se entiende, no?

Y que esta publicación vaya como homenaje a los viejos camaradas y a los orientales, yoruguas y celestes…

“Murió como un valiente, al pie del cañón” *

Así quedó asentado en el libro de condolencias de la Asociación de la Prensa Uruguaya, en la sede de al lado del Sorocabana, en plena Plaza Cagancha, mientras seguían allí las mismas caras repetidas por veinte años, los mismos vasos llenos de grapa, caña o amarga con vermú, los mismos u otros conflictos, alguna escasa alegría y triunfo, los mismos bolsillos vacíos.

Hacía diez días que faltaba. Nadie lo podía creer: ni su viuda, ni sus hijos, ni los 101 bolicheros del Montevideo de los últimos 30 años. Unos meses atrás había dejado cuarenta años de esperanzas y lucha envueltos en la página policial de El Día, olvidados arriba del mostrador del Facal, para empezar de nuevo en Buenos Aires.

A Enrique Rodríguez Larreta –apellidos ilustres si los hay en ambas orillas del Plata- lo conocía de vista, pero nunca habíamos siquiera cruzado palabras o peleado en Montevideo. Él decía que sí, pero yo estaba seguro que no. Los muchachos le decían Don Quijote, y el apodo le calzaba.

En Buenos Aires andaba con Antonio “Tuquín” García Pinto, otro periodista, director de Al Rojo Vivo, una revista que transpiraba sangre, llena de crímenes y denuncias político-sociales.

También dirigió semanarios como el muy popular Fútbol Actualidad (junto a Julio César “El Hachero” Puppo y Emilo “El Veco” Laferranderie); y Mate Amargo. Fue cronista policial del diario El Día y presentador de sus Retratos al Carbón en Canal 10. Y ahora en Buenos Aires, Tuquín tenía adherido a su hijo mayor, Tono, aprendiz de periodista y a quien llevamos a trabajar a Noticias. Sí, fue Tuquín el que nos acercó: “A Enrique lo echaron de la casa cuando se fue a vivir con una yegua”: así me lo presentó. Y era cierto: la mujer lo echó y él se fue a vivir con una yegua que tenía en el hipódromo de Las Piedras. Burrero en serio: sabía de caballos –de carreras, claro- más que de política. Pero hacía buenas investigaciones periodísticas.

Todo Montevideo de entonces recordaba la cobertura de García Pintos del tiroteo en el edificio Liberaij en 1965 (que dio origen a la novela Plata Quemada, de Ricardo Piglia, que vendió más de 140.000 copias en tan solo una hora de estar disponible en los quioscos; y a la película del mismo nombre).

El 12 de marzo de 1969 publicó 12 preguntas a un Tupamaro, documento clave en la difusión de la organización armada, porque dio la posibilidad de conocer las razones de sus acciones a través de su propia voz.

El personaje era Tuquín, el Sancho Panza del dúo. En Buenos Aires sobrevivía con varias “changas” en Prensa Latina, IPS, haciendo guiones para la radio El Mundo, tratando de juntar lo más posible para mandar algo a su mujer y dos hijos que quedaban en Montevideo.

Enrique, por su parte, estaba preocupado por su hijo (obviamente del mismo nombre), casado, padre de una hija entonces de cinco años, que no conseguía trabajo y al que la Triple A le pisaba los talones.

Una noche, como tantas, fuimos a cenar a Pippo, un restorán popular de la calle Montevideo, famoso por sus fideos con dos salsas. Y llegó la hora de pagar la cuenta…pero ninguno tenía plata. A Tuquín no se le ocurrió nada mejor que gritar ¡Fuego, fuego!… y salimos todos disparados hacia la puerta… Obviamente, no volvimos más a Pippo. Pero eso no me extrañaba de él, frecuentador de todos los bares cercanos a El Día y a la Jefatura de Policía, donde siempre hacía tiempo para “tomarse una” con colegas, jubilados o gente del pueblo que venía a hacer alguna denuncia.

Lo que sucedió una de las tantas veces que lo quisieron meter preso por sus denuncias, lo pinta adecuadamente. Le pusieron dos escoltas policiales para llevarlo al juzgado. Desde El Día hasta el Juzgado Cuarto de Instrucción había poco más de diez cuadras. Pasó media hora y no aparecían por el juzgado. El juez Gervasio Guillot, preocupado, llamó a Jefatura para pedir explicaciones y le dijeron que habían salido hacía una hora. Una hora después la respuesta fue similar. A las tres horas, los custodios y Tuquín aparecieron abrazados en el juzgado, ebrios por unanimidad. Y el trío fue a parar al calabozo. Su explicación a Guillot fue clara: Conté once bares desde la Jefatura hasta acá. Y, por supuesto, se tomó una o dos en cada uno de ellos, con la participación activa de sus guardianes…

Tuquín se pescó la meningitis en Buenos Aires. Estuvimos varios días yendo y viniendo al y del hospital, pero no le quedaban defensas en su cuerpo. Y murió el 18 de octubre de 1974, en plena época de las bandas asesinas de la Triple A en Buenos Aires y de dictadura en Uruguay. Nuestra vigilia duró 48 horas hasta que el médico certificó que se lo llevó la meningitis en una escoba negra.

Y ahí estábamos con Enrique, con el Negro Carlos María Gutiérrez que poco después también saldría hacia otro exilio más, con el Tono, pensando qué hacer con un cadáver –en un ataúd cerrado por padecer enfermedad contagiosa- que había que enviar a Montevideo.

Mi apartamento, que estaba en el centro de la ciudad, sirvió de base de operaciones -con teléfono incluido- y sala de velorio con cuerpo ausente (el cadáver seguía en la funeraria). Al final, por pedido de la Asociación de la Prensa Uruguaya, la dictadura uruguaya permitió que el cuerpo volviera a Montevideo y fuera velado en la sede gremial.

Pero, más allá de los permisos sanitarios, de migración y no sé qué más, había que lograr que un avión lo llevara. Logramos que uno de carga de Aerolíneas Argentinas lo aceptara. Con el Negro y el Tono estábamos caminando de arriba abajo en plena pista de Aeroparque, revisando los zapallitos que llegaban de Neuquén… tratando de descubrir que se trataba de un alijo con drogas escondidas dentro de ellos: el cansancio y la desesperación nos hacía imaginar o delirar. Ya era de noche y todo nos parecía demasiado ridículo: casi no podíamos caminar por las calles, pero estábamos deambulando por la pista de aeropuerto. Enrique se había quedado en mi casa atendiendo el teléfono y comunicándose con los compañeros en Montevideo.

Pero el cajón no cupo en el avión. Por suerte poco después despegaba uno de Pluna, que sí lo llevó. Le comunicamos a Enrique, éste a Montevideo. Tarea cumplida. Después llegaría el bajón de la pérdida de otro amigo. Me contaron luego que los bares de alrededor de la jefatura y de la Asociación de la Prensa hicieron su duelo: no cerraron esa noche para que los amigos se tomaran la penúltima, recordando a Tuquín.

A nosotros, en Buenos Aires, nos quedó un enorme vacío, después de esos días de estar corriendo detrás del fantasma de Tuquín.

Los compañeros nos informaron por teléfono que, en la sede de la Asociación de la Prensa, en Plaza Cagancha, estaban las mismas caras, los mismos vasos medio llenos, todos juntos –los de la lista uno y los de la 30-, algunos políticos en desuso, pungas, bolicheros, murguistas, mucho pueblo, mucha bronca, mucha lágrima contenida, hasta las diez de la mañana.

El cotejo tomó 18 de julio hasta el bar Facal, pasó por la puerta del diario El Día y agarró la bajadita de Yaguarón, pasando por el bar de Julio donde la guardia de honor la hacían los de siempre –el Facha, Laco, Chapita- hasta llegar al Cementerio Central, donde hablaron varios y lloraron muchos. Y lo despidieron como él hubiera querido, entre grapa y murga, “cantando lo que yo canto pa´ que no muera del todo”.

* “Murió como un valiente, al, pie del cañón*”. Así quedó asentado en el libro de condolencias de la Asociación de la Prensa Uruguaya. Y abajo, casi en el canto de la hoja, con letras temblorosa, figuraba el otro asterisco que aclaraba…Cañón: caña doble

También podría gustarte

Los comentarios están cerrados, pero trackbacks Y pingbacks están abiertos.