Réquiem por un mercado
No sin nostalgias, la colega Ana Luisa Islas, periodista, escritora y artista que vive en México y España, escribe el artículo publicado por el sitio Comestible Info que aquí reproducimos. Y lo hacemos porque se trata de un texto que nos interpela: En la ciudad Buenos Aires lo mercados murieron – fueron asesinados – hace tiempo. Quedan ciertos remedos y algún que otro viejo solar convertido en eso que espantosamente se llama patios de comidas, para el jolgorio tantas veces bobo de los turistas.
Con ustedes la escritura de Ana Luisa Islas…
Mercados municipales, mercados sobre ruedas, mercados de barrio, mercados campesinos… son lugares de resistencia, donde la soberanía alimentaria y los vínculos entre las personas, entre el campo y la ciudad se mantienen, luchan por sobrevivir, a pesar de los esfuerzos de la modernidad por hacerlos desaparecer.
El mercado de La Merced en CDMX es el heredero del mercado de la plaza principal de la ciudad de Tenochtitlan. Su origen se remonta a más de quinientos años. Cuando llegaron los invasores lo describieron en sus textos con adjetivos multicolores e innumerables detalles. Hace unas semanas fui hasta ahí a comprar lo necesario para los altares de muertos que montaré en Barcelona. A pesar de que me adelanté a la temporada, en La Merced, mercado de mercados, se encuentra de todo.
Ya he estado en varias ocasiones, pero es tan grande que nunca lo he recorrido en su totalidad. El mercado de mercados de una de las ciudades más pobladas del mundo es un cúmulo de varios mercados. De hecho, creció tanto que lo tuvieron que sacar del centro de la ciudad, pues se hacía inviable, entre otras cosas, el paso de camiones para satisfacer la demanda de una ciudad y un país que no paran de crecer.
La actual Central de Abasto de la Ciudad de México —que, como su nombre lo indica, es el mercado central de la ciudad y a donde llegan los alimentos que luego se redistribuyen a otros mercados— ocupa un espacio de 246 hectáreas y en ella hay un intercambio diario que se calcula es de más de 20 millones de dólares.
Es una ciudad que no acaba dentro de la ciudad interminable. Hay diferentes naves y, como en La Merced —el mercado madre en el que está inspirado—, debes de ir a un sitio o a otro para conseguir lo que necesitas.
A pesar de que la mayor parte de su operación se llevó a la Central de Abasto, La Merced y sus mercados colindantes siguen vendiendo al mayoreo ciertos productos y al menudeo algunos otros, los clásicos que todo mercado debe tener.
Mercados con especialidad
En una parte del mercado de Jamaica —uno de los mercados que forman parte del conjunto de La Merced— se vende de todo para las fiestas: guirnaldas para decorar, globos variopintos, cualquier objeto relacionado con bautizos, graduaciones, quince años o primeras comuniones, recuerditos de fiestas, centros de mesa, papel picado… De todo de acuerdo con cada temática. También hay una sección donde las decoraciones cambian según la temporada: Día de Muertos, posadas (Navidad), 15 de septiembre (fiestas patrias). El mercado de Jamaica es reconocido en la ciudad por ser el mercado de mayoreo de flores, tanto para eventos como para florerías.
Más allá, en el de Sonora, se encuentra todo lo relacionado con la herbolaria y lo esotérico. En ese mercado también se venden animales vivos para ceremonias, a pesar de las quejas de animalistas y salubridad. Ahí se pueden compran hierbas, amuletos, menjunjes, hechizos, velas, estatuas de santos, víboras de cascabel (vivas o muertas), inciensos… también, obviamente, estampitas de ángeles, vírgenes de Guadalupe y Santas Muerte en todas sus presentaciones. En una sección del mercado se hacen limpias (y otros encargos). Hubo un incendio importante hace poco en esa zona.
Además de su propia temática, cada mercado tiene su zona clásica con lo que cualquier mercado debe vender: puestos de verduras y frutas —en donde incluso se pueden comprar piñatas—, hay locales de abarrotes, paradas de embutidos, de chiles y otros ingredientes secos, carnicerías, pollerías, tortillerías, puestos de ropa, de tela, locales en donde se reparan licuadoras y otros electrodomésticos, puestos de trapos de cocina y delantales en donde también venden cacharros para cocinar (ollas, tuppers, anafres, parrillas, cucharas de peltre, metal, plástico o madera, y un largo etcétera). Además, claro está, estamos en México, todos los mercados tienen su zona de comida preparada y restaurantes dentro y fuera del edificio, algunos regionales, muchos de antojitos o garnachas (quesadillas, tlacoyos, gorditas, huaraches, tacos dorados y sus derivados) y otros de comida corrida o menú del día, especialmente recurridos por la clase obrera.
En estos puestos y según el mercado, puede coincidir gente muy diversa que normalmente no compartiría mesa, pero en los mercados terminan haciéndolo porque la democratiza el hambre.
Comer en los mercados
Ya había puestos de comida en los mercados descritos por los cronistas de la invasión. De esos mismos puestos se alimentan muchas veces las personas que trabajan en el propio mercado. Es a ellas a quienes suelo preguntar a dónde o a cuál acudir cuando me encuentro en un recinto en el que nunca he estado y me da hambre o antojo. En esos lugares se puede comer de forma económica y sana, con productos del día. La oferta va desde platos tradicionales y de temporada, hasta clásicos del recetario popular mexicano como nopales rellenos, cerdo con verdolagas, mole verde, sopa de milpa, entre otros. Se trata de alimentos elaborados cada día, con ingredientes frescos, honestos y deliciosos.
No faltan los puestos que cobran demasiado o que engañan a los clientes, sin embargo, estos suelen encontrarse en los mercados más turísticos, y ocurre en México como en todas partes del globo. Se trata de zonas de comida tan famosas que se vuelven una destinación en sí mismas, como sucede en el mercado de San Juan, otro cercano a La Merced, también en el centro de la ciudad. Está especializado en productos importados de alimentación y carnes exóticas. En sus paradas se pueden degustar todo tipo de insectos y carnes de camello o cocodrilo, por ejemplo. Además, también se puede conseguir una gran variedad de quesos y embutidos europeos.
El de San Juan es uno de los mercados más turísticos que hay en la Ciudad de México, pero no el único. Los precios del Mercado de Medellín, en la frontera entre la Roma y la Condesa, no son tan distintos a los del Borough Market, en Londres, o al de La Boquería, en Barcelona. El público, tampoco.
¿Atestiguamos la debacle de los mercados?
Escribía Inés Buitrón, periodista y docente especializada en la historia de la alimentación y su componente social, acerca de la debacle en la que está el mercado de La Boquería, el mercado municipal ubicado en la Rambla, en Barcelona y que es considerado un destino turístico por excelencia.
Estuve allí hace pocos días. El mercado además de haberse privatizado —solo así puedo explicar los anuncios de una cerveza que coronan su entrada desde hace más de diez años— también se encuentra en estado absoluto de abandono y decadencia.
¿A dónde van los recursos que recibe el mercado por tener semejantes anuncios en su puerta principal? ¿Por qué una marca de alcohol? ¿Por qué esa y no otra? ¿El mercado municipal está en venta?
Eso que advertíamos hace años con libros y homenajes, es ya una realidad: el mercado de La Boquería se está muriendo. Bueno, matizo, nos lo hemos cargao’. ¿Por qué permitimos que una marca cervecera se adjudique nuestro mercado? El mercado de La Boquería tiene ciento ochenta y cinco años desde su fundación.
Como dice Inés, «¿cómo podemos llenarnos la boca diciendo que Catalunya es región gastronómica mundial y permitir que nuestro enclave gastronómico más emblemático decaiga de esa manera?» ¿Cómo hemos permitido que se privatice?, agregaría yo. ¿En dónde y en qué se han gastado los recursos que llegaron para celebrar a Catalunya como región gastronómica mundial? ¿Por qué ahí y no en otros lados?
El principal mercado de abastos de la ciudad de Barcelona fue en su momento el mercado del Born —barrio del centro de la ciudad—. Conforme la ciudad creció más allá de sus murallas, como en el caso de La Merced, hubo que expandirse, pues no todos los productos cabían en un mercado. La Boquería comenzó siendo tan solo unos cuantos puestos en una de las puertas de la ciudad, en un terreno expropiado a la iglesia, en donde se permitía la venta de animales de rastro. Boc es chivo en catalán, de allí deriva el nombre por el que se conoce al mercado hoy: La Boquería.
La historia que albergan esas paredes es larga. Ahí pasaron muchas cosas. Ahí crecieron muchas familias y con sus productos se han alimentado millones de personas. Manuel López, de Reserva Ibérica, uno de los hombres que más sabe de jamones en Barcelona, creció entre esas paradas. Jordi Clos, de Derby Hoteles, uno de los hoteleros más importantes de la ciudad, creció en las inmediaciones. En sus puestos, los cocineros más tradicionales de la ciudad, como Carles Gaig o Manel Marqués, encontraban a los mejores proveedores no solo de la ciudad, sino del territorio catalán, y en algunos casos incluso de España. Muchas de las paradas en donde ellos solían comprar ya cerraron. Soler Capellá, donde Manel compraba sus chuletones y los costillares de cerdo ibérico que preparaba con ras el hanout, ahora es un puesto de empanadillas que no tienen ni oficio ni beneficio. ¿Son empanadas gallegas? No. Tampoco son empanadas filipinas, me explica la chica de origen filipino que regenta el local. Nadie sabe de dónde son. No se preparan en el local.
Los puestos están desangelados. Busco el local de Bolets Petràs sin éxito. Recuerdo que también cerraron y se quedaron con su centro de distribución, fuera del primer cuadro de la ciudad. Casi toda su venta, desde hace unos años, es por internet o por teléfono. El turismo masivo les compraba de vez en cuando alguna piruleta de alacrán, pero sus ventas son al mayoreo, setas de todos tipos y brotes, además de los insectos que los catapultaron a la fama.
El corazón de la vida
Un mercado es el pulso de una ciudad. Los mercados son raíz. Son lo que conecta a la ciudad con el campo. Es lo que nos queda en las ciudades de conexión con la tierra, con algo más que unas cajas registradoras en las que nos obligan a cobrarnos en autoservicio para evitar el contacto con otras personas —y de paso ahorrarse unos salarios—. ¿Nos vamos a deshacer de todas las personas? ¿Y de qué vamos a vivir? ¿Quién nos va a contar las historias? ¿Quién nos va a explicar las recetas? En los mercados los y las «marchantes» —dicen que viene de merchandise— explican sus ídem (mercancías). Y narran sus vidas. «Mis verduleras, mis carniceras o mis pescaderas», decimos con orgullo en México cuando hemos logrado un vínculo tan importante, no solo de confianza sino esencialmente vital. Si algo echa de menos mi madre de la Ciudad de México es a sus marchantes del mercado de Portales.
Los mercados no solo conectan al campo con la ciudad, también conectan a las personas entre sí, me recuerda mi padre. ¡Y qué razón tiene!
El Mercado del Born, otrora centro neurálgico del comercio de la ciudad, en 2025 es un museo en donde poca importancia se le ha dado a la alimentación o al comercio. ¿Y si montamos un ciclo de gastronomía? En el sótano del mercado de Sant Antoni —otro de los históricos de Barcelona—, tras sus reformas interminables, han colocado un Lidl, un supermercado alemán famoso por sus platos preparados y su marca blanca. ¡También pusieron un gimnasio! Si se va al mercado un par de veces a la semana y se cargan los productos a casa, podríamos ahorrarnos el gimnasio, pienso con ironía. ¿Saben en dónde podemos ejercitarnos? Si participamos de las actividades de un huerto comunitario, como los de Montjuïc, pero también los hay en el Raval y en muchos otros barrios barceloneses.
Es triste reconocer que la presión y la prisa nos alejan de esas cosas obvias y vitales como la soberanía alimentaria, eso que nos da el huerto, eso que nos mantiene en contacto con el campo. En el mismo edificio de la biblioteca del Fondo, también en Barcelona, especializada en gastronomía, hay un Mercadona —una de las cadenas de supermercados más grandes de España—. Frente al mercado principal de Oviedo, en Asturias, hay otro Mercadona.
¿Por qué lo hemos permitido? Se nos ríen en la cara y nos quedamos tan tranquilos. Están acabando con nuestro patrimonio histórico, cultural y arquitectónico. ¿En dónde está la partida de la región mundial de gastronomía para los mercados, estandartes de la gastronomía?
Los mercados son el punto neurálgico de las ciudades, excepto en la «región mundial de la gastronomía». Aquí son sitios desérticos, parques temáticos, obras eternas detenidas (Mercat de l’Abaceria), antiguos templos gastronómicos en los que ahora se venden burritos rebosados —¿qué diantres es eso y a quién demonios se le ocurrió?, a la gente de México ni nos miren, nunca había visto algo así—.

Prioridades en medio del desastre
«Mercado de la Boquería–EstrellaDamm». Solo les falta cambiarle el nombre, como a los estadios de fútbol o a las estaciones del metro en Madrid. ¿Qué tiene que pasarnos para que decidamos de una buena vez detener esta masacre? Tenemos los ojos puestos en la hambruna que está provocando Israel en Gaza, ¡y menos mal!, no dejemos de hacerlo hasta que se detengan. Mientras tanto, aquí, en nuestras ciudades, nos condenamos a la malnutrición y a la enfermedad por haber entregado nuestra alimentación a cuatro empresas.
No es un caso excepcional el de Barcelona, es un problema mundial. En México también hay mercados que languidecen y los supermercados son el recurso de mucha gente, por falta de tiempo, por comodidad y por precio. ¡Óyeme, Juana, que te estoy hablando a tí, Chana!
En la misma Merced, en donde antes abundaban las artesanías, son hegemonía los productos que emulan a esas artesanías y que son hechos en China y, que, además, son de plástico. No tenemos las respuestas. Sentémonos y hablemos, pensemos y encontremos soluciones. Pa’ luego es tarde. Dejemos de pensar que porque algo lleve veinte o treinta años siendo como es no puede cambiarse. Fumé tabaco por veintisiete años. Me maquillé cada día de mi vida entre los trece y los treinta y tres años. Bebí Coca Cola durante más de treinta años. Tras quedar viuda, la bolsa de maquillaje dejó de ser prioridad en mi vida. Tras la caída de la Rana Plaza en Bangladesh, no volví a entrar a un Zara. Podemos cambiar de prioridades. Ya va siendo hora.
Una de mis actividades favoritas en la Ciudad de México es acompañar a mi amiga Ana Paula Tovar, cronista gastronómica de El País en México, los domingos a mediodía al mercado sobre ruedas de Sullivan. Lo heredó de su madre, así que Ana Paula sabe desenvolverse perfectamente en un mercado. Lo recorre todo de un lado a otro y luego regresa eligiendo lo que ya vio que quiere. Si tenemos prisa, vamos directo a sus puestos predilectos: el de los aguacates, la de las flores, las del chicharrón, el de la fruta, las de las verduras, la de las tortillas, la de los huevos. El premio por despertarnos temprano siempre son unos tacos de barbacoa de Don Pepe, en la zona de comida del mercado. Una taza de consomé, un taco suave y dos dorados, es mi comanda predilecta.
Los mercados sobre ruedas son también una herencia prehispánica. Ya existían y siguen existiendo en los territorios invadidos y en resistencia. El mercado sobre ruedas va turnándose los días de la semana por diversos barrios y este fenómeno ocurre en las distintas zonas de la ciudad. Sus productos sí son más caros que los del supermercado y, a veces, dependiendo el barrio, también que los de los mercados fijos. Pero, insisto, son resistencia: del campo a los barrios, es soberanía alimentaria sobre ruedas, a la vuelta de la casa.
Durante mi infancia, cuando el trabajo no le permitía ir a Portales, mi madre compraba en el mercado sobre ruedas de Tlacoquemécatl, el barrio donde crecí. Me gustaba acompañarla. Ana Paula dice que, en algunos casos, como el de Sullivan, los productos son más frescos y mejores que en otros mercados porque su rotación es mayor y los y las marchantes se preocupan por mantener la calidad para su clientela fija. Cuando nos sentamos a comer la recompensa, siempre compartimos mesa. Al llegar, alguno de los jóvenes que sirven nos acomoda en donde haya un hueco. «Buenos días o buenas tardes», decimos; «provecho», agregamos. Y nos sentamos. Compartimos mesa, servilletero, salero y salsas. A veces también conversación. Los mercados, como dice mi padre, unen a las personas. No podemos dejarlos(nos) morir. ¿Cómo podemos salvarlos?
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