Caravaggio en el Edeleweiss, mi amigo y su nieta
Víctor Ego Ducrot
Siempre dije que el sujeto trata de darse los gustos en vida, la que espero aún se prolongue durante muchos soles y lunas más. Y también sabrán a quien me refiero, el que, dicho sea de paso, sí, sí, mucha amistad y abrazos a la hora de cómo te quiero hermano, pero siempre me afana las ideas y, lo más grave, las rubrica como si fuesen propias (este texto que están leyendo, por ejemplo). En fin, respecto de los amigos de uno y para nosotros mismos vale aquel up to you, siempre tan a boca de jarro de los anglos y los del Norte.
Sucedió que la otra noche, rolando estaba yo por la vieja Estación del Parque, desde donde un día partió la locomotora La Porteña y el 26 de julio de 1890 los radicales de Leandro Alem en armas se alzaron contra el presidente Juárez Celman…Es decir, deambulaba yo por la Plaza Lavalle, cuando tome rumbo por la calle Libertad con proa hacia avenida Corrientes (o lo que queda de ella tras tantos embates de de las hordas de la fealdad y la desmemoria disfrazadas de modernización), cuando al pasar frente a la puerta del que quizá sea el segundo restaurante con más historia de la Santa María de los Buenos Aires, ahí lo vi parado al hombre, con pretensiones de pintón, pues a disfrutar una cena con su nieta Tania Carvallo se disponía.
Me hice el distraído, pues como Pejerrey Empedernido que soy, ser discreto es una cuestión de honor…Pero finalmente supe de las andanzas que abuelo y nieta protagonizaron aquella noche del por fin frío junio del Sur.
Venían de emocionarse en el Colón con el ballet Caravaggio, con el cuerpo estable del propio teatro, coreografía de los italianos Mauro Bigonzetti y música de Bruno Moretti, a partir de varios opus de Claudio Monteverdi.
Y como yo por allí mismo había estado antes puedo afirmar que se trata de una pieza magnífica, en la que la vida y la obra del gran Caravaggio (Michelangelo Merisi, 1571-1610), y de las entrañas más profundas de las artes pláticas, son puestas en escena con maestría hasta el minuto final, en el que, sublime, el artista cae en una muerte que pudo o debió haber sido pintada por él mismo.
La misma fuente bien informada que siempre me chusmea acerca de los devenires de mi amigo también me contó lo que él y su nieta cenaron, pero eso lo dejo para el final.
Ya les dije que los había visto entrar a uno de los dos restaurantes más antiguos de Buenos Aires, el Edeleweiss, de 1907, desde su primera ubicación sobre la calle Cerrito hasta trasladarse a la actual, Libertad 431…Sólo es más añoso El Imparcial, de 1860.
El Edelweiss (en alemán la palabra significa algo así como flor blanca de los Alpes) expresa en su cuerpo la más extraña pero perfecta mixtura entre un viejo café de Berlín o Salzburgo y los ángeles y hadas de los casi ya extintos bodegones de la ciudad capital de este país en el que, como una deformidad de lo moral, conviven la pobreza de la mayoría de su gente y la impúdica y desfachatada ostentación de sus ricachones, antes con olor a bosta de vacas, ahora también con tufo a soja y derivados, para hacerla corta, por supuesto.
La carta del Edelweiss también es digna de encomios, no sólo porque la hacen realidad con el mejor de los buenos saberes de la cocina, sino porque, ante las nuevas olas gastronómicas de esta urbe que, tantas veces, muchas, peca de tilinga, insiste en sostener la propia historia del comer ciudadano de los argentinos.
Varias son las páginas de su carta ( y la de vinos y otras libaciones), una verdadera colección selecta de aquello que mi amigo, sí aquel que me afana ideas y además las firma, hace tiempo denominó culinaria cocoliche para definir el comer de nuestra cultura urbana.
Una carta entonces que es danza de acordes justos entre costillas de chancho ahumada con chucrut y salchichas, revueltos Gramajo, tortillas y ensaladas varias, pastas caseras, carnes a la parrilla, pescados y mariscos – las truchas a la manteca negra se lucen-, y sus famosos carrés de cerdo con ananá, ciruelas y puré de manzanas…Son más de cien los platos propuestos, entre entrantes, principales y postres – el sabayón quizá se encuentre entre los mejores que este Peje ha disfrutado, y seguro que mi amigo también – y en la lista de vinos los hay para todos los gustos…Los precios no son especialmente económicos pero en relación con la calidad de la mesa y sus contextos son mucho más que justos.
Podría decirse que la visita de mi amigo y su nieta a Edelweiss no fue consecuencia de la casualidad ni del porque sí; cuenta con una explicación que podríamos calificar de sistémica.
El restaurante es algo más antiguo que el edificio actual del Colón – entre las mejores salas líricas del mundo, inaugurada en 1910 – y su historia habla de comensalidades con décadas de fidelidad, de paso casi obligado para muchos – artistas y público – de los que del teatro salen al cabo de cada función, y por supuesto también lo ha sido desde siempre para personajes destacados o no de los escenarios porteños más variopintos.
Distinguido el trabajo en el salón, a cargo de camareros de vieja alcurnia en su oficio. Es, en otras palabras, una suerte de reservorio del buen comer y el bien estar de Buenos Aires.
Y ahora sí, la infidencia que les debía. Mi amigo y su nieta Tania Carvallo se dedicaron a una clásica ensalada Cesar y luego cierto Strudel de manzanas ella, y una tortilla de espárragos y queso gruyer, en su punto justo entre densidad y jugos, para él…Las copas fueron de un Malbec del Valle mendocino de Uco para el abuelo, agua fresca y sin gasificar para la nieta…Cafés y seguro que charla prolongada, pues la oportunidad, el lugar y el Caravaggio y su historia bailada así lo pedían…
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