Á la recherche du salpicón perdu
Contaremos una trama de búsqueda infinita tal cual un día nos enseñara Marcel Proust, quizás un osadía imperdonable la nuestra pero cómo evitar la evocación espontánea de aquella frase que fue título, cuando sentados a una de las pocas barras en semicírculo que sobreviven en los bares y cafetines de Buenos Aires escuchamos un… ¡carajo, dónde está el salpicón!, para sorpresa y gestos atónitos de los presentes, cada uno de ellos con las ñatas cerca de sus platos y enzarzados en soliloquios o conversaciones con los cosos de al lado, y sollozaron los violines, los fueyes se estremecieron, y en la noche se perdieron los acordes de un gotán. Un botón que toca ronda pa’ no quedarse dormido y un galán que está escondido chamuyando en un zaguán, escrito sea de paso y al paso.
Porque aquél día Un yanqui en la corte del rey Arturo, de un tal y genio llamado Twain nos enseñó cierta piruetas, ahora es que las ensayamos.
Un joven compañero de andanzas de manduque se presentó primero y dijo soy Cecilio Valdés, trabajo en la fábrica de mosaicos la Mossad – ni hermano ni nada de la encantadora Cecilia, la de la novela del cubano Cirilo Villaverde (1882) ni la mentada fábrica existe, claro – y el portero anotó y dijo pase señor.
El Pejerrey Empedernido no se atrevió a tanto, será consecuencia de su edad, y apenas si balbuceó su nombre verdadero…
Estábamos atravesando el patio del aljibe cuando un taconeo nos hizo prestar a tención a una de las puertas que se abría sobre la galería. Domingo Faustino Sarmiento había cumplido su mandato como presidente de la Nación y algo que no entendimos pero si enfurruñado –sería acerca de alguna de sus tantas broncas políticas -le decía a su hermana, sobria ella pero con miriñaque.
Sí, él habitó aquí hasta su viaje definitivo al Paraguay, y sí, tenemos varias ediciones del Facundo en nuestra biblioteca abierta al pública, diño la galana dama que nos atendió. Es que estábamos en el solar de la actual calle Sarmiento al 1251, que hoy es un edificio público propiedad del Estado de Recuerdos de provincia.
Nos fuimos y en una esquina nos encontramos con Marcel Proust, quien aunque ustedes no lo crean estaba a las puteadas contemplando una bolsa emperifollada con colores de esos pastelitos flácidos de fábrica que por aquí tienen el tupé de llamar Magdalenas. El pobre decía una y otra vez: dégueulasse…répugnant…immond. Claro, tenía toda la razón del mundo.
El caloricillo de la primavera porteña al medio día y tantos viajes en el tiempo de aquí para allá ya nos habían abierto el apetito, a mí y a mi joven compañero de recorrido entre coquinarias, a quien aquí aquí se los presentaré como una suerte de contador de historias al uso de un casi (Neo) Nippur de Lagash.
Enfilamos entonces hacia el Guanabara, el mágico bar que abre sus puertas para servir desayunos, almuerzos y algo más en el corazón del barrio joyero de Buenos Aires, sobre la misma calle Sarmiento pero al 1232. No fue esa la primera vez que nos acodamos a su barra, hambrientos, ni será la última, así que en esta oportunidad nos limitaremos a contar esa breve historia que convinimos en denominar Á la recherche du salpicón perdu.
Alfredo Guasamanes es un personaje entrañable que dispone de guisados al medio día en el Guanabra y atiende la barra (digamos) de la mejor cocina china de Buenos Aires por la noche, en La Cocina de Juance (Salguero 537 en Almagro).
Miró en derredor de los comensales que atestaban la barra en U del ya dijimos mágico boliche de su familia, interrogando a todos sobre el paradero del último salpicón de ave de la jornada, que debía ser enviado a un cliente que ansioso aguardaba por el…
Pero el plato no aparecía por rincón alguno…¡Se nos perdió el salpicón…!, exclamó, y nadie se atrevió a decir ni mu; sólo hubo gestos de solidaridad para con Alfredo, y para con su salpicón, por supuesto…
Y también escrito sea de paso…Qué les parece la idea de unas carnecitas de un pollo asado y descarnado, desmigadas, como dicen en España, por ejemplo, convertidas en ensalada con zarabanda de tomate, lechugas u otros verdes, cebolla en aretes, huevo duro y alcaparras; por qué no un breve picadillo de anchoas, aceite de oliva y jugo de limón o vinagre de vino; sal y pimienta…
Un vaso de vino blanco refrescado y que no se enojen ni Sarmiento ni Proust…Por cierto, el perdido perdido fue, pero lo salpicones del Guanabara que no se pierden son para chuparse los dedos.
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