¡A respetar el culo y honrar el guiso nuestro de cada día!

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Víctor Ego Ducrot

Nunca me gustó eso de utilizar la palabra culo como referencia a lo feo o a la mala o buena suerte, como cuando alguien dice y sí, la verdad que me salió como el tujes o el orto, o esto o lo otro es más feo que el propio culo o qué culo tiene señor, usted que acaba de ganar un pirámide dinares acertando en las loterías.

Y justo en estos tiempos, en los que los Pejerreyes empedernidos insistimos en tararear bajo la guas viejo Gomez, vos que estás de manguero doctorao’ y que un mango descubrís aunque lo hayan enterrao’, definime, si podés, esta contra que se ha dao’, que por más que me arremango no descubro un mango ni por equivocación; que por más que la pateo un peso no veo en circulación. ¿Dónde hay un mango, viejo Gomez? Los han limpiao’ con piedra pómez.

No señores, señoras, señoritos y señoritas – porque culo felizmente tenemos todos-, el susodicho espacio también llamado por melindroso como trasero, no se merece semejante vulgaridad, me digo cada vez que pienso en los trazos culíferos del arte renacentista, sean de damas o de damos, claro, y no me vengan con prejuicios; o en ciertas poesías de Quevedo, o en aquellas escenas de la película La Gran Comilona (1973), con la Andréa Ferreol como privilegio, sentada oronda sobre la pastelería de contra flor y al resto.

No. El culo es cosa seria porque los hay con o sin fortuna, bellos y feos; como lo guisos y guisados. Sí, como lo guisos y guisados, ya que algunos son sabrosos y casi siempre con historia; y otros horrendos, como los que pergeñan con malicia en ollas mal humeantes los politicastros nuestros, tuyos, de aquél, que la parlan para ellos mientras millones comen a veces, mal, o nunca.

Permítanme entonces referirme primero a los horrendos y luego a los que nos provocan una chupadera de dedos; aunque eso quede feo, según decía mi abuela, la misma que me tenía prohibido mojar el pan dentro cacerola de los suyos tucos.

Por ejemplo, se imaginan lo abominable que puede resultar un sancocho de senadores, diputados, jueces, fiscales, buchones y operadores de los servicios, y con otros frutos pasados ya, de esos que los feriantes dejan desparramados por la calles y comienzan a oler con el dulzor picoso de la podredumbre.

Sí, el asco es una construcción cultural y por ende política, porque como enseñaba el antropólogo estadounidense Marvin Harris en su libro Todo para comer (1985), los humanos podemos hasta empacharnos con piedras, mucosidades y secreciones del cuerpo, es decir con sal, hongos y leche, para hacerla corta.

Pero como en el universo de los culos, que los hay hermosos, poéticos – me olvidaba de Rubens, el flamenco, y del colombiano Fernando Botero – , en el de los guisos y guisados buenos existe, entre tantos, éste que la otra noche nos zampamos entre amores entreverados con mi escritora preferida.

A saltear cebollas, ajos y ajíes rojos picados, en aceite de maíz. Si logran charqui o carne seca remojada mejor; si no, añadan trozos de la carne de vaca que consigan y puedan pagar, sal y pimienta.

Prosigan unos segundos con el salteado y agreguen abundante caldo de carne – casero por favor- y papas cortadas en rodajas, como para consagrarlas a la española o como se hacen cuando son llamadas panaderas, y con rozagantes muestras de zapallo.

Tapen la cacerola y cocinen hasta que los nobles tubérculos incaicos estén más que a punto. Vuestro apetecible charquicán – palabra de origen quechua – deberá ser servido bien caliente; y si es para mí, con un poco de picante, el más fuertón por supuesto…¡Ah…y si lo acompañan con un huevo frito, ni les cuento!

Se trata de un plato de tradición andina, del país nuestro y de chilenos y peruanos, cada uno defensores de las propias modalidades a la hora de santificar sus haceres culinarios; y la receta que acabo de compartir es tirando a local, como quien dice, por lo que debería ser enseñada en las clases de Historia de la escuela primaria.

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