La venganza del Sambayón

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Periodista, escritor, profesor universitario, Dr. en Comunicación

Será porque de huevo es y ellos, entre otros elementos del ser, bien que derecho tienen a la rebelión y a la venganza – palabra esa la anterior la cual no hay que temer como si fuera una cruz, o un banco, para être à la page. Sucede que rompen para dar vida, aunque no siempre justa, tanto que ahí tienen al huevo de la serpiente, sobre el que con tanta lucidez discurrió acerca de catástrofes económicas, políticas y culturales don Ingmar Bergman allá por el ’78 del siglo pasado.

Victor Ego Ducrot

Ya volveré a lo de la venganza del Sambayón. Sucede que no puedo dominar mis impulsos hacia las digresiones; y por eso cuento aquí y ahora…

El otro día me empilché de fetén, para disfrazar mis escamas de Pejerrey Empedernido engalanado, con atavío dominguero y pajarita de seda italiana, chapines de lustre y brillo, fieltro de bombín y paraguas, porque marché a un casorio, el de mi prima conocida como Pescadilla Real, una delicia a toda hora y comer del comer de mares mansos o bravíos.

Y a saludar en el atrio marché, discurriendo sobre la engañosa complicidad que guardan y resguardan las letras M y P;  no sean mal pensados que no estoy por irrumpir puteada alguna, apenas si de soliloquio en un debate interior sobre matrimonios y patrimonios, que al fin de cuentas a la propiedad refieran unos y otros, y no me corran con las celebraciones de lo políticamente correcto que los Pejerreyes libertinos somos; tanto que, entre esto del escribir, cierta vez espeté qué vivan los santos concubinatos, sin curas ni registros civiles; muerte a los salvajes matrimonios, porque quién habrá sido el genio culposo que eligió la palabra maridaje para referirse a la combinación recomendable entre la diversidad de discretos encantos del goce gastronómico.

La primera acepción del verbo maridar, según el diccionario de la Real Academia Española, es “casarse o unirse en matrimonio”. Por favor pacatos de todo registro y marca, no apuren el rubor porque sí estoy por la mancebía o “diversión deshonesta”, el concubinato o “relación marital de un hombre con una mujer sin estar casados”; y por el “comercio carnal”, que en la cristiandad del Medioevo significaba “cabalgada” o “poner la pierna encima”, cosas de amantes repudiados por el derecho canónico, y candidatos al fuego del Averno.

Y además qué felices sean, si es que así tiene que ser, los esponsales, las mancebías y las cabalgadas entre ellos y ellos o ellas y ellas, que para ello existe aquello que se llama deseo y no siempre es un tranvía.

Pues sí, una vez más, a celebrar el pecado, porque se me ocurre que quienes inventaron eso de los maridajes culinarios son fulanos o fulanas que le dieron más bola al gran Maquiavelo que al genio de la filosofía expulsado del Templo y la Iglesia, al don Baruch Spinoza: el primero decía que el ejercicio del poder sólo es posible si muchos temen a unos pocos, mientras que el otro, clarividente a tal punto que Freud se las hubiese visto fulera sin él, nos explicó en el siglo XVI que todo se trata del ya dicho deseo y de la perseverancia en el ser.

Ya que entre digresiones andamos, a mí me gustan las siguientes mancebías: colita de cuadril a la parrilla con un tinto corpulento sin exagerar, si Cabernet Franc mejor, aunque bendito sea el que fuere; faina crujiente con mimos de pimienta y aceite de oliva, y Moscato bien frío; Pasta Frola de dulce de membrillo – la de confitura de batata es una impostura -, con una taza de café cargado y sin azúcar; queso de cabra semiduro y pan del bueno, con una copa de Sauvignon Blanc, de alguno aunque sea parecido al mejor que me zampe hasta hora, el del valle chileno de Casablanca, que olía, sí como debe ser, casi a meada de gato.

Y aprovecho, ahora que escribo, pues no deseo que el retruque de recién vaya a quedar  como perorata de tintero: veo una rendija de sol entre tantos días de fríos y garúas en esta primavera empeñada del ’22 en la Santa María de los Buenos Aires. ¿Será porque los argentinos estamos tan desfondados que ni el sol quiere quedarse entre nosotros?

Y a propósito de todo ello es que llega por fin lo de la venganza del Sambayón, que se hará untuoso sin rubor para olvidarnos un poco de lo enrevesado que se hace ya no comer sino alimentarse en una país que – ¡vaya la maldita paradoja – tiene capacidad no digamos que infinita pero si portentosa para producir alimentos.

Los poderosos de la economía global, que son, hay que decirlo, las grandes corporaciones patronales, sus pares vernáculos – un burguesía casi lumpen de tan prebendaria y especulativa que es – y sus sirvientes voluntarios o involuntarios, es decir los políticos profesionales de uno y otro lado, le cargan la romana la pandemia del ’20 y a la bronca entre rusos y ucranianos, entre otros pesares, por la forma que cruje el sistema que tan sólo se está reacomodando para que ellos, los de arriba, ganen más, y poder así, solos y solitas, disfrutar del banquete que algún día deberá ser para todos.

Todo ello explica por qué por estas tierras cada vez vivíamos peor, que la pobreza creciente se convirtió en algo tan natural como la lluvia misma o el brillo del sol, que la inflación desbocada, la carestía de la vida en aumentos sin cesar y el empobrecimiento de los salarios y el resto de los ingresos populares luzcan como castigos divinos e inapelables.

Y en eso entonces llega el Sambayón, que surge, como surgía en lo de mi abuela, de los huevos que hubiere, con el azúcar que quedase en el frasco y el vino Marsala que la noche anterior se salvara del gaznate de mi abuelo.

Dicen que este postre que es ambrosía, porque es manjar para dioses, lo inventó un pastelero siciliano del siglo XVIII. Otros, una leyenda mejor dicho, y divertida, que su creador fue un tal San Pascual Baylón, napolitano, como fórmula mágica que las esposas jóvenes debían mantener a recaudo entre sus fogones y faldones, porque se trataba de un dulce más que apropiado para que maridos y amantes jamás dejasen de atizar las llamas del deseo.

Los diccionarios no muerden. Por eso lo del Larousse Gastronomique, que lo denomina zabaglione, Sambayón o Sabayón; y a mí también me gusta bien frío, aunque reconozco que para los fundamentalistas esa frialdad es una herejía.

Ahora, si me lo permiten, les paso una receta: batir en forma contundente seis yemas de huevo mientras les dan un baño de María, al mejunje se entiende, no a vosotros mismos, ni con María, sea virgen o no, ni con Mario o Mariano; para luego rejuntarlo en unte de pecados con tres cucharadas de azúcar; piano piano, que a los cristales blancos nada les cae tan mal como eso de andar apurados.

Continúen con aquello de María, con paciencia y buena muñeca, hasta comprobar que vuestro batido se hizo espuma, y ¡zas! listo está, a servirlo en copones de la cristalería de la abuela; y a gozar. ¡Azúcar…! Como en la rumba, pero con una advertencia: ojo que es un hacer difícil, como las mayonesas tiene el Sambayón la puta manía de cortarse.

Pero fe y valor. ¡Y salud!

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