La “suculenta cocina sudamericana”

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Recrearemos textos, entrevistas y comentarios de escritores y escritoras, poetas y ellas y ellos creadores de las artes todas, sobre el comer y el beber. Desde las cenas de bodas descritas en las tablillas de arcilla de los sumerios  hasta descripciones críticas o no tanto de nuestros contemporáneos en tiempos del ser digital, observadores del buen – y del mal- vivir, cruzados por traiciones, duelos, amores, asesinatos y  organizaciones de cocinas y culturas antiguas. La literatura y el arte nos ofrecen una maravillosa descripción de los sabores, colores y olores con los que los seres humanos enfrentamos las inclemencias y alegrías de nuestra vida; de quienes comen y lo comido, de quienes transitan sin temor en la opulencia de la fiesta y quienes buscan unas migas.

Comenzamos por donde debemos comenzar. Al decir de Jorge Luis Borges, uno de los mayores escritores de las diversas literaturas cuyo instrumento es la lengua española.

Los dejo con el “descanso” noveno de los Diez descansos de cocina (Fondo de Cultura Económico 2000), del mexicano Alfonso Reyes.

No tardó en sobrevenir la suculenta cocina sudamericana —peruana, cubana, platense, brasileña, chilena— que, entre otras cosas, me sirvió para descubrir ciertos comunes denominadores con la cocina mexicana. Estos comunes denominadores deben referirse, por una parte, a las condiciones naturales y, por otra, a la base hispánica y singularmente a Andalucía, Canarias, Asturias y Galicia.

Antes ya había yo encontrado nuestros frijoles, con diversos nombres y aderezos, en España y aun en la Francia meridional, donde también los toman refritos. Y me aseguran que nuestra tortilla de maíz no es desconocida en Hungría. Las semejanzas entre las cocinas de nuestras hermanas continentales no tenían por qué sorprendernos. Los tamales mexicanos, con otras denominaciones y variantes (humitas, hayacas, milho em chala), andan por todo el sur, lo mismo que los elotes o choclos. Los veraneantes de Acapulco saben que el cebiche peruano llega a nuestras costas del Pacífico. El tasajo de Uruguay y de Cuba es la carne-seca o cecina de Monterrey.

La pimenta malagueta o el ají son especies de nuestro «chile». Los condimentos bahianos en que se abusa del picante son parientes próximos de los nuestros. La parrillada criolla, los «chinchulines» y demás entrañas aprovechadas por la cocina platense —lo que el cazador europeo entrega a las jaurías y en Francia se llama la courée— también los conoce el pueblo mexicano bajo el nombre de menepile o nenepile, porque las autoridades no están de acuerdo. El ajiaco es plato común de Hispanoamérica. Por todas nuestras repúblicas se entabla la muy conocida disputa sobre las empanadas criollas cada país y aun cada región pretende que las suyas son las auténticas (…). Y sólo me resultó algo exótica la costumbre gaucha de echarse sobre el asado con cuero en la misma res mordiendo, cortando con el facón (…). Arriesgué allí la suposición de que se trata de una costumbre judía. ¿Será tal costumbre anteríor a la colonización de Hirsch en la Argentina? ¿Qué nos dice Alberto Gerchunoff, autor-de Los gauchos judíos?

No puedo ocultar algunos fracasos. En Buenos Aires, donde hay consumados maestros que sirven en las buenas casas y aun logran defenderse del automatismo a que conduce el trabajo en los grandes hoteles; en Buenos Aires, donde hay cocineros del país que practican mil y un secretos, hay también una plaga de cocineras gallegas que, amén de ser improvisadas en el oficio, se han torcido con el traslado como los vinos débiles, se descastan y se vuelven urbanas en el peor sentido del término. Me aconteció pasar un verano en Tandil, cuando todavía estaba en su sitio la célebre Roca Oscilante, y allí me hartaba yo de cazar perdices y liebres.

La suerte me puso en manos de una de esas gallegas a quienes el cemento porteño resecó los últimos jugos vitales traídos de sus plácidas rías. No hubo manera de entenderse. Pasé por las perdices, aunque no sin recriminaciones; porque la mujerona decía siempre, cuando me veía volver con mi glorioso botín: «¡Qué ganas de cansarse sin necesidad!» Todo lo que olía a campiña le parecía una decadencia respecto a la condición que ya había escalado en Buenos Aires; se le figuraba un retroceso, y aun debo decir que se echó a llorar cuando supo que nos íbamos de veraneo a una «estancia», imaginándose que otra vez tendría que labrar la tierra para merecer el sustento. Como quiera y de mala gana, transigía con las perdices. Con las liebres no le fue posible: le dio por encontrar preñadas y no cocinables cuantas cobré en todo el verano.

Con ese pretexto, las repartía siempre entre los peones y en los tambos vecinos, de modo que no llegué a probarlas. La verdad es que no tenía noticia —o la había olvidado por honor de inmigrante— sobre cómo una liebre se traduce en manjar, que le parecía cosa muy rústica. ¡Ay, el civet de Francia! ¡Ay, los conejitos marinados del día anterior que me preparaba antaño la materna pericia!

Y quiero ser del todo sincero: para la excelente materia prima de que con razón se enorgullecen los bonaerenses, es lástima que, en general, descuiden tanto el arte cisoria y no sepan cortar la carne importante extremo a que don Enrique de Villena, en 1423, halló indispensable consagrar un tratado en veinte capítulos. Tan lamentable deficiencia amengua el disfrute de los mejores trozos, si es que no lo anula por completo, pues está visto que la materia cede a la forma, como lo explicaba Aristóteles.

De la pavita se abusa un poco, sutilizando con gracia hasta convertirla en papel o en plástico, y ahí sí que se dan gusto en aquello del cortar mecánico nunca confundible con el cortar racional, al que corresponde una idea sobre la unidad alimenticia que es ya cosa de la mente y no del cuchillo, mucho menos de la rueda de acero empujada por electricidad. Ya Sócrates, en el Fedro, recomienda el observar las articulaciones y zonas naturales, y no despedazarlo todo cortando por dondequiera.

Además de la buena carne que allá se encuentra, sea siempre loado el pejerrey, que es a la Argentina lo que a España es la merluza o el huachinango a México. Ni siquiera el millonario Guinle pudo transportarlo a sus lagos brasileños, a pesar de sus riquezas y sus techos de oro. Y eso que ha conseguido instalar en Teresópolis criaderos de zorro plateado, cosa increíble en aquellas latitudes, triunfo del hombre y alarde de la técnica en lucha con la naturaleza.

En el Brasil, de recién llegado, ignoraba yo que el cabrito se llama en portugués cabrito. Esto acontece cuando va uno muy lejos por la solución de los enigmas. Se me antojó comer un cabrito al modo regiomontano de mi infancia, girándolo en la estaca sobre el fogón, como el pollo allo spiedo que Italia llevó a la Argentina. No sabía cómo explicarme, pues todavía mi portugués era teórico y no pasaba de estudios sobre los orígenes comunes de la lírica en ambas lenguas gemelas o de algunas páginas de Faría y Sousa contra mi venerado Góngora.

Cayó mi vista sobre unas cabras, allá por las lomas que dan fondo al parque presidencial de Guanabara. Y —Quiero comerme uno de ésos —le dije a mi cocinera Dulce. La prieta»,(1)entornando maliciosamente los ojos: No —me amonestó—, si nos comemos uno de ésos, el Presidente nos mete a la cárcel (…). Y no pude menos de recordar la anécdota del joven Abraham Lincoln, cuando le propuso al negro que le ayudara a limpiar un gallinero: ¿Limpiar un gallinero, Mr. Lincoln? —exclamó el negro—. ¿Y si nos pilla la policía?

Esta prieta de mi historia merece recordación aparte, ya que no por sus contagiosas carcajadas, aunque sea por haber descubierto el nombre portugués que conviene dar a los garbanzos (2).  Los garbanzos, en general, no son muy conocidos del brasileño, quien se conforma con llamarlos desairadamente granos de pico. Entre mis deberes oficiales estaba el procurar una mejor tarifa para el garbanzo mexicano en el Brasil, siquiera en beneficio de las colectividades españolas, singularmente importantes en Sào Paulo. Nuestro garbanzo, por su calidad, competiría ventajosamente con el pequeño garbanzo chileno, único que llega a aquellas tierras.

Los cosecheros de Sonora solían enviarme algunos sacos de muestra. La prieta aprendió a preparar el grano para ofrecerlo en comidas privadas a los posibles importadores. Un día se cansó de andarse con rodeos, e imitando el nombre español, impuso a los garbanzos el regio bautismo de braganços. Se desternillaba de risa, cuando le conté el caso, el Excelentísimo Señor Afranio de Mello Franco, Ministro de Relaciones Exteriores, en quien la sabiduría y el buen humor se armonizaban con la cortesía más deliciosa. Y gracias a esta ocurrencia de Dulce obtuve al menos que los braganços mexicanos entraran al Brasil, si no con exención de derechos, por el moderado canal de la segunda columna arancelaria. ¿Y qué dirán de esto los tratadistas y los que creen que, en el trato internacional, bastan las instituciones y las reglas y sobran los hombres y los contactos humanos, los verdaderos diplomáticos, en suma?

El caro y admirado Ribeiro Couto ha escrito una requisitoria contra la cocina brasileña práctica, pues la teórica reconoce él que existe en los libros. Se queja del abuso del picadillo con patatas; delata el hecho de que «matar una gallina» sea un suceso importante (como matar el toro en Grecia); reclama contra el exceso y la cargazón del vatapá y la feijoada; contra la pesadez y ausencia de imaginación en las comidas burguesas; lamenta que no se conceda la debida honra a la aceitunas; truena contra el macarrón de hospital, contra la carne más reseca que asada. Pero calla sobre la deleitable canja; nada dice de la farofa, yuca o mandioca, que cobra su sentido en platos picantes; nada del palmito con camarón que es una combinación de alto estilo. En todo caso; no deja de ser inquietante cierto descuido del Brasil respecto a sus tradiciones culinarias. En mis tiempos, faltó ambiente para fundar un club gastronómico. Lo cual, por lo demás, es síntoma general de la época.

Notas

1.- Así como en otras partes hay que llamar «moreno» al negro, que se considera tratamiento más deferente, así en el Brasil se lo llama «prieto».

2.- Dulce era igual a la Aunt Gemina que prepara los hotcakes en los films de Hollywood—1951.

 

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