Ma’ qué street food… Thermopolium y Callejera sos

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 Por suerte el maestro Julián Graciano volvió a obsequiarnos un tango a la parrilla. Esta vez con su impronta de magia guitarrera a Callejera (1929), de Fausto Frontera y Enrique Cadícamo, que dice: Cuando apurada pasás rumbo quién sabe a qué parte, haciendo lucir con arte tu silueta al caminar, va diciendo ese taquear que tenés de milonguera: Callejera, Callejera, ¿a dónde irás a parar?

Gracias maestro Graciano, usted nos inspira y a usted le dedicamos este texto.

Creen que inventaron los patines con rueditas, la calesita, la bombilla para el mate o las agujetas para el tejer, por mencionar ciertos adminículos pasajeros o no.

Aunque a pronunciar verdades no sabemos si la gilería se cree todo lo que inventa, o en algún respiro del alma saben bien que se trata de poses tilingas, de imposturas o de frufrués de jetas y tujes, algo así como lances maníacos por la moda, casi emperadores y emperatrices en el reino de la huevonada o pelotudez perpetua.

Le dicen street food o comida callejera (morfar en la lleca con aires de bacán, al decir tanguero), la que si se ofrece desde un food truck, camión o carrito en el que se preparan o qué se yo, se vocean y se venden sustancias morfables y chupables, es mucho más cool, ¿viste?

Forma parte de aquello a lo que han bautizado sin pila ni aguas benditas bajo el nombre profano de foodie, anglo palabreja que por aquí resulta pedorra  y se utiliza para designar al mundo de los golosos, a los de galeras y bastones y a las de miriñaques y abanicos perfumados. ¡Ah!.. en francés nos llaman gourmands.

En fin, bellos y bellas de las generaciones bajas caloría y más pendientes de los resúmenes de Visa que de las furias de dios y los perdones del cura o el psicoanalista, que sufrís porque comer bien podría complicarte aquello de lucir delgadeces de la misma forma que ostentás marcas de pilchas, chancletas y afeites, en ese tu mundo del Eros y del goce de cotillón.

Repito, en fin, bellos y bellas que les decía, vayan y coman a la moda en la rúa y al pie del mionca, convencidos de que un algo del propio Nueva York se trata, por ejemplo, pero sepan y glosen que no es así, que la parlamos sobre una pieza de museo, más jovata que el caminar pa’ lante.

¡A ver si se enteran, cascanueces sin tutúes, por más que ahora en las explanadas y riobas finolis los del street food les propongan así como quien dice, lastres y chupis onda dizque gourmet!

Y hay más. Los orígenes de la comida elaborada, servida y disfrutada en las calles viene de tiempos de los antiguos egipcios, por no referirnos a otros pueblos de más al Este, y lueguito a los del llamado Medio Oriente y del África del Norte, todos aquellos que hoy por hoy siguen con la tradición que deslumbra a los paparruchos del turismo y de los programas de TV o peliculillas en Netflix.

Un saber y un hacer, dicen, del puerto de Alejandría luego adoptados en toda Grecia: la de freír pescado y venderlo en callejas y carreras de pasos y andamientos, de miradas y chalaneos en el mercado, y que de allí y más tarde pasaran al mundo romano.

Todavía es posible observar en las excavaciones de Herculano y Pompeya los restos bien conservados de los típicos thermopolium, especie de cocinas que daban a las calles – y antecesores de las tabernas -, para la venta de alimentos de todo tipo, principalmente sopas.

Es que los pobres habitaban casas sin espacio para cocinar y el comer entre vecinos, fuera de las habitaciones, de los dormideros y no mucho más, era costumbre generaliza.

En los poblados y ciudades del Medioevo pululaban los tenderetes, los puestos y los carretones desde los que se voceaba morfi a muy bajos precios. Así nacieron los pâstés en París, una suerte de cucuruchos de masa para amparar rellenos, casi siempre de carnes guisadas y vegetales, y a la venta y oferta por unas pocas monedas.

Y vean que por ellos surgió el oficio de pastelero, cocineros que a partir del Renacimiento y luego en tiempos de la Ilustración desplegarían sus oficios para las mesas ricas de toda Europa, las de nobles y las del burgo.

El mismo principio humilde del pastel aparecerá en la culinaria callejera de los británicos: ese sobre crujiente de harina, manteca y agua que contiene entrañas guisadas, consumido por los mineros y obreros ingleses en la época de la Revolución Industrial; también el fish and chips, vendido en los callejones y envuelto en papeles de diarios, la costumbre del pescado frito para llevar, la misma de la antigua Alejandría que había viajado hasta el norte de África y a la España mora.Tepito ahora es llamado Reforma Norte para aumentar rentas| Telediario México

Por América entonces qué del retozo del gusto con los tacos al pastor por adoquines o asfaltos en la ciudad de México, después del tequila y las botanas en alguna de las cantinas que habitaban por allí cerca del Paseo de la Reforma, y antes del más tequila entre runflas y trasnochadas en la Garibaldi, en aquél salón de bailes en cuya puerta colgaba un cartel que ilustraba sobre tres prohibiciones: escupir en el suelo, mear contra las paredes y calzar armas de fuego a la cintura al ingresar a tan selecto recinto.

Y qué de los pozoles al paso y al boleo entre los chiringuitos de Tepito, mercado y barrio de boxeadores bravos.

Y de la croquetas con pan en aquella esquina de Marianao, en La Habana, antes del rajar al Monseñor, cerca de la 23, con la ilusión de que ahí se nos apareciesen como fantasmas celestiales el piano y cante de Bola de Nieve…

O las chifas de dorapa, enzarzados entre miradas que de ingenuas nada, en los Polvos Celestes de Lima, la ciudad con la flor de la canela. O los pasteles picantones a metros del puerto de Asunción, balbuceando para dentro algún relato acerca de los héroes de Humaitá; y contra el farol que no es en una esquina de la calle Palma, entrándole con valor a un chipá guazú… Y nuestro homenaje a los choripanes callejeros de la Buenos Aires y otras villas de nuestro país afligido; a todas aquellas paradas con tortas fritas que nos regaló Montevideo, al venezolano pobre que el otro día nos vendió al pasar una arepa de rechupete, cerca del Abasto porteño, a metrillos de la casa donde vivió Gardel

Y cerramos con una evocación: Los ’60 de la centuria que pasó, “los carritos” de la Costanera de Buenos Aires, sobre el Plata, con sus asados varios. Y claro, también choripanes bien callejeros.

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