Nuestros retozos a hora de la mesa son juegos de la todopoderosa memoria

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Que podamos recordar hasta nuestra más lejana niñez y tantos otros momentos,  tiene hace rato explicaciones científicas – no nos dedicaremos a ellos -, pero, y como tantas veces, la literatura se anticipó a paradigmas y epistemologías severas; y, a título de constatación… las magdalenas de Proust.

Y qué podemos escribir nosotros, en Lecturas, sobre el genio novelístico del francés Marcel Proust (1871-1922), apenas si tomateros de ciertas palabras acerca del comer somos…Por eso, os acercamos la parrafada que sigue de Por el camino de Swann, de En busca del tiempo perdido (entre 1913 y 1927), tomada de un traducción de Alianza Editorial.

Y callamos…

Hace ya muchos años que, de mi infancia en Combray, solo existía para mí  la tragedia cotidiana de acostarme. Un día de invierno, al volver a casa, mi madre, viendo que yo tenía frío, me propuso  tomar, contra mi costumbre, un poco de té. Dije que no, primero, pero luego, no sé por qué, cambié de opinión. Mandó a comprar uno de esos bollos pequeños y rollizos que se llaman magdalenas, y que parecen haber sido moldeados en las valvas con ranuras  de una concha de Santiago. Pronto, maquinalmente, agobiado  por el  día triste  y la perspectiva de otro igual, me llevé a los labios una cucharada de té en la que había dejado reblandecer un trozo de magdalena. Pero, en el instante mismo que el trago de té y  migajas de bollo llegaban a  mi paladar, me estremecí, dándome cuenta de que pasaba  algo extraordinario. Me había invadido  un placer delicioso, aislado, sin saber por qué, que me volvía indiferente a vicisitudes de la vida, a sus desastres inofensivos, a su brevedad ilusoria, de la misma manera que opera el amor, llenándome de una esencia preciosa; o, más bien, esta esencia no  estaba en mí sino que era yo mismo. Y no me sentía mediocre, limitado, mortal. ¿De dónde podía haberme venido esta poderosa alegría? Me daba cuenta de que estaba unida al gusto del té y del bollo, pero lo sobrepasaba infinitamente, no debía de ser de la misma naturaleza. ¿De dónde venía? ¿Qué significaba? ¿Cómo apresarla? […]

Y, de repente, el recuerdo aparece. Ese gusto  es el del trocito de magdalena que el domingo por la mañana en Combray (porque ese día yo no salía antes de la hora de misa), cuando iba a decirle buenos días a su habitación,  mi tía Leonie me daba, después de haberlo mojado en su infusión de té o de tila. La vista de la pequeña magdalena no me había recordado nada, antes de probarla; quizá porque,  habiéndolas  visto a menudo después, sin comerlas, sobre las mesas de los pasteleros, su imagen había dejado esos días de Combray para unirse a otros más recientes […]

Y desde que reconocí el gusto  del trocito  de magdalena mojada en la tila que  me daba mi tía (aunque todavía no supiera y debiera dejar para más tarde el descubrir por qué ese recuerdo me hacía feliz), en seguida  la vieja casa gris, donde estaba su habitación , vino como un decorado teatral a añadirse al pequeño pabellón que estaba sobre el  jardín …

Y del blog de la Biblioteca del IES de Zaragoza, la siguiente anotación y sus fotografías…

El francés Marcel Proust (1871-1922), uno de los grandes renovadores de la novela contemporánea, es el creador de una obra singular convertida en uno de los grandes hitos de la narrativa del siglo xx: la serie En busca del tiempo perdido (1913-1927) formada por siete novelas (o una sola novela en siete partes), a cuya redacción dedicó el autor casi toda su vida, encerrado en una habitación con las paredes cubiertas de corcho.  En ella el narrador protagonista, con idéntico nombre que el autor, explora su propio pasado, evocado por una memoria sensitiva y desordenada cuya única ley es la de la libre asociación de ideas. Para el autor, la vida, la realidad, es básicamente un conjunto de sensaciones que solo la escritura es capaz de recuperar, y en su obra la memoria sensitiva o sensorial actúa como motor del recuerdo.

De las siete novelas que forman En busca del tiempo perdido, Por el camino de Swann es la que inicia la serie. El protagonista adulto recorre por París los lugares, en especial el Bosque de Bolonia, asociados a su amor adolescente, y al hilo de su evocación surge también el recuerdo de su infancia en el pueblo de Combray, relacionando subjetivamente recuerdos y sensaciones. En el fragmento seleccionado, uno de los más conocidos de la obra, el sabor de una magdalena empapada en té despierta en el narrador el recuerdo de su infancia.

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