Si siempre estoy llegando…O una rapsodia para el Tuco y Pesto

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Víctor Ego Ducrot

Y pienso en el más grande de los bandoneones – disculpen amantes de Piazzolla y otros –, y hasta me lo imagino allí, sentado a una de las mesas; a las que alguna vez seguro se acercó aunque de ello no puedo dar testimonio.

Alguien dijo una vez / que yo me fui de mi barrio. ¿Cuándo?… ¿Pero cuándo?  ¡Si siempre estoy llegando! Y si una vez me olvidé, las estrellas de la esquina de la casa de mi vieja, titilando como si fueran manos amigas, me dijeron: Gordo, Gordo, quedate aquí, quedate aquí.

En la voz de Aníbal Troilo Pichuco, mientras hace que su fuelle viva, es poesía una y otra vez, hasta el infinito; que nos ayuda, casi que nos permite, sobrevivir en esta Buenos Aires que parece desmadejarse un poco más con cada sol, tanto que a ella ya no pertenecemos.

Bien. Es hora que escriba sobre lo que me senté a escribir. Porque hace muy pocos días volví. A Pippo, al único de sus locales sobrevivientes, el de Paraná 356, entre Corrientes y Sarmiento.

Y tantas veces el hambre decía presente y los dineros escaseaban; entonces Pippo y a continuar allí nuestras eternas peroratas o lances de palabras con esperanzas de retozos fulgurantes.

Fue inaugurado en 1937, un año después de la construcción del Obelisco, sobre la calle Sarmiento, entre Montevideo y Rodríguez Peña. Recién en 1941 se mudaron al local de Montevideo 341. Fue famoso por sus pastas, las mesas cubiertas por manteles de papel, el vino en pingüino y ser cita obligada de artistas y quienes paseaban por el centro de la ciudad. Así dice uno de los tantos recordatorios que allá por el ’20 de nuestro siglo los diarios publicaban tras el cierre de varios de sus locales.

Pippo, con más de 88 años atendiendo a nuestros clientes, y desde 1967 en la misma dirección de la calle Paraná es un lugar tradicional y característico de Buenos Aires, donde se come bien, rápido y barato tanto como pastas, minutas o carnes a la parrilla al carbón, dicen los anuncios digitales del emblemático restaurante porteño.

Aquella Buenos Aires ya no existe. Pippo luce más prolijo. Atiende a generaciones con otra estética y hasta cuenta con ciertos signos de comodidad urbana pero a nuestro criterio, malignos desde la coquinaria como espacio de goce y cultura: está suscripto a las plataformas de entrega a domicilio, delivery que le dicen.

Sin embargo conserva su ángel, que no es alado sino un ser invisible pero valiente para exponerse ante la memoria del gusto: sus Vermicellis Tuco y Pesto saben y huelen como los primeros, los de antes, los originales; todo un mérito y hallazgo en nuestro universo gastronómico, siempre propenso  a la fugacidad y al palabrerío.

Y otro opus para aplaudir: mozos que sí bien te apuran porque durante el día entero hay colas en la puerta con gente que quiere morfar – muchos turistas, por cierto -, sí saben guardar la gallardía de los profesionales, de sus colegas también de otras épocas.

La supuesta exquisitez gourmandise – preferimos usar esa bella palabra tantas veces mal invocada: glotonería – y la frecuente tilinguería también, quizás opinaran lo contrario, pero los Tuco y Pesto y los flanes con dulce de leche que disfrutamos hace pocos mediodías estuvieron sencillamente ricos, muy ricos, que es lo valedero, y a precios que para este país desquiciado son excepcionalmente acomodados.

Eso sí, se extrañan aquellos botellones culones y de bocas ensanchadas de antes, para el tinto de la casa.

¡Salud!

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